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¿Qué ha pasado hoy, 27 de marzo, en Extremadura?
Palco del Cacereño, con Herminio en la izquierda. :: Armando Méndez
¡Herminio, sálvanos!
UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA

¡Herminio, sálvanos!

En el estadio del Cacereño, se mira más al palco que al campo

J. R. Alonso de la Torre

Martes, 30 de septiembre 2014, 07:46

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El domingo fui al fútbol. Como siempre cada 15 días. El ambiente en el estadio era espeluznante. Los aficionados tenían cara de patíbulo. Pero no de asistir a una ejecución, que, al fin y al cabo, no dejaría de ser un entretenimiento, sino de ser nosotros mismos el reo.

A falta de un nuevo delantero centro que marque goles, habíamos fichado a un director general muy importante. Tanto que quizás sea la persona más importante que en estos momentos vive en Cáceres: medallista olímpico, miembro del jurado de los premios Príncipe de Asturias y no sé cuántas cosas más. Así que en vez de mirar al campo para descubrir un nuevo ariete, mirábamos al palco para ver de cerca a Herminio Menéndez como otras veces hemos buscado a los Morancos o a Jaime Ostos.

Porque el césped del estadio Príncipe Felipe emociona poco, pero el palco suele ser de los más entretenidos de España. Siempre hay señores desconocidos de patillas canosas y gafas de sol inexplicables y damas muy rubias que sonríen mucho y celebran los goles visitantes porque no distinguen muy bien los equipos y en el minuto 90 aún preguntan si los de amarillo son el Cacereño.

Este domingo había más público en la grada. No sé si se debía al horario de tarde (en Cáceres, los domingos y a las 12, se va a misa, no al fútbol) o al equipo visitante. Pero del Cartagena no voy a decir nada, que hace 15 días escribí que ganar al San Roque era como ganar a un chiste y algunos de Lepe cayeron sobre mí en Twitter para mezclar a mi madre con el oficio más antiguo del mundo.

Comenzó el encuentro en medio de un silencio tan dramático y respetuoso que solo se escuchaban los gritos de los jugadores y aquello parecía un partido a puerta cerrada. Pero marcó el Cacereño y todo lo anterior se convirtió en prosa de baratillo, las imágenes cenicientas se llenaron de luz y durante un rato sentimos que nuestras vidas tenían un sentido. A mi lado, un joven dado a las estadísticas anunció que no ganábamos en casa desde abril y dimos por hecho que se había acabado la mala racha. Craso error. Al instante, un penalti, que más bien nos pareció un barullo con resultado insensato, cercenaba nuestras ilusiones. A cambio del empate, teníamos, por fin, algo imprescindible en la vida y en el fútbol: un culpable, el árbitro. Así que empezó un festín de insultos al estilo tuitero de Lepe: cambiamos a mi madre por la del colegiado y, a cada uno de sus gestos y decisiones, el respetable sacaba a pasear a la buena señora por todos los lupanares patrios.

En el segundo gol cartagenero, el árbitro no tuvo nada que ver. Fue una jugada tonta, que es como se marcan casi todos los goles en 2ª B, por tonterías. Pero en el descanso, uno de los nuestros protestó por la tontería y fue expulsado. El resto nos fuimos al bar a rumiar la derrota y les aseguro que no hay mejor lugar que el bar del Príncipe Felipe para rumiar derrotas y, de paso, sentir la náusea, el sentimiento trágico de la vida, la crónica de una muerte anunciada, nada.

De su pared blanca y larguísima (unos 80 metros medirá), cuelgan, de trecho en trecho, un mustio banderín de la Federación Gallega de Fútbol, una foto de un 'Moranco' con una camiseta verde, un misterioso y extraño diploma sin firma felicitando al club por su primera vuelta durante la temporada 67-68, varios retratos sepia de gestas sin pie de foto y un cartel anti glamour: 'Panceta: 1,50'. En ese ambiente, no recuperas el ánimo ni a base de coñac Veterano.

Así que vuelves a la grada. Te marcan otro gol. Escuchas, sin ser capaz de interpretarlo, que al árbitro lo llaman mantenido, descendido y piconero por este orden, y te vas a casa con una frase resonando en tu alma verdiblanca: «En Navidad estamos en Tercera y el año que vienen suben el Mérida, el Badajoz y el Extremadura». Y lo peor: al palco ya no vienen ni famosos, ni caballeros con aire de play boy ni rubias despistadas. ¡Herminio, sálvanos!

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