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Sobre la 'mano invisible' y la visible

LUIS FERNANDO LÓPEZ SILVA LICENCIADO EN PEDAGOGÍA

Domingo, 4 de enero 2015, 02:35

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ADAM Smith postuló la teoría de la 'mano invisible' en su libro 'Teoría de los sentimientos morales'. Esta metáfora sobre la autorregulación de los mercados, en la que se afirma que el egoísmo económico de los individuos revierte en el bien general de la sociedad contribuyendo a que la oferta y la demanda se equilibren mutuamente en beneficio de los precios y el mercado, es una de las reglas de oro de nuestro sistema económico y sobre la que existe un consenso mayoritario forjado sobre la experiencia y también, todo hay que decirlo, a base de mucha propaganda interesada por los sectores económicos dominantes. Sin embargo, han pasado ya más de dos siglos y medio desde que el liberalismo halló su receta para la prosperidad de las sociedades, y en todo este periodo, más que suficiente para el análisis experimental, se ha constatado, y la crisis que padecemos es prueba de ello, que las 'varitas mágicas' en la economía tienen un potencial limitado e incluso a veces consecuencias contraproducentes. Y más si tenemos en cuenta la rápida evolución que sufren las sociedades por los influjos tecnológicos y las vanguardias en las distintas disciplinas.

Pero ante todo, no seré yo quien niegue la mayor y me atreva a señalar que la teoría de la mano invisible sea una bagatela económica, porque sin duda, es una construcción teórica con unos fundamentos sólidos y una experiencia práctica económica que ha propiciado cotas de bienestar como jamás se han alcanzado con otros sistemas económicos. No obstante, el problema de la archiconocida mano invisible es que su excelente funcionamiento requiere, según los expertos y el propio Adam Smith, de tradiciones sociales de alta moralidad y contextos económicos con muy pocas reglas, pero claras y muy vinculantes, es decir, sin resquicios de impunidad y que se cumplan. Requisito, que por ejemplo, no cumple la economía española, donde la maraña de regulaciones y todo tipo de trabas administrativas, hacen muy difícil la competencia y la productividad en la economía. Y además, la recta moralidad de los españoles jamás ha sido una virtud y ha gozado de poca fama a lo largo de su historia. Más bien todo lo contrario, la picaresca y el chalaneo han sido y son epifenómenos con una presencia indiscutible en los intercambios económicos y la rutina política de la sociedad española.

Con estas alforjas, nuestro país nunca ha funcionado bajo la el marchamo de la mano invisible, no ha sido nunca un país capitalista ejemplar, sino que por el contrario, ha sido un país de tradición intervencionista, donde la mano visible del poder político y otros poderes fácticos siempre ha sido la estructuradora de un sistema económico regulado para favorecer a las élites y ordenado a proveer un perverso juego de oferta y demanda de bulas y prebendas estatales. De este modo, la corrupción se ha instalado en el seno del sistema derivando hacia un sistema económico que es parasitado por todos aquellos agentes políticos, empresariales, sindicales, religiosos y demás fauna que obtienen sus onerosas remuneraciones directamente del erario público, o indirectamente, a través de los monopolios u oligopolios que la regulación gubernamental consiente deliberadamente.

Con este panorama social y político tan desolador que llevamos arrastrando tantos años en nuestro país, ni la mano invisible ni la visible son de fiar al cien por cien, porque ambas son falibles a la hora de suministrar los valores y las reglas pertinentes para diseñar un sistema de usos políticos y económicos que prevenga por un lado, los fallos del 'laissez-faire' de la mano invisible, y por el otro, los errores regulatorios de la mano visible del Estado. Por tanto, tras este estado de cosas se hace imperativo reflexionar y dilucidar el mejor modo de esbozar las medidas adecuadas para poder incluir las más eficaces soluciones del liberalismo económico y los mejores remedios normativos que la sociedad civil imponga a través de los mecanismos políticos democráticos. Al menos, lo que hemos de tener claro es que ni los mercados ni los Estados por sí mismos y sus poderes omnímodos, otorgados a los primeros, por el dinero y a los segundos, por el poder político, se han de declarar los garantes absolutos del bienestar de las sociedades, ya que ni los estados capitalistas (países occidentales) ni los capitalismos de estado (China) han sabido o podido hasta ahora armonizar los complejos engranajes socio-económicos que sean capaces de conformar comunidades humanas más justas y democráticas.

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