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Román Collado da un pase de espaldas a su primer toro.
Desierto el concurso de Zaragoza

Desierto el concurso de Zaragoza

Un toro de Alcurrucén y otro de Ana Romero hacen méritos para alzarse sin desdoro con el premio

BARQUERITO

Domingo, 23 de abril 2017, 12:43

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El concurso de San Jorge fue declarado desierto. Puntuaron, sin embargo, dos toros. Uno negro zaino de Alcurrucén de 600 kilos muy bien llevados y otro, cárdeno de nevada testuz, de Ana Romero de solo 500 y particular ligereza. Los dos estaban en tipo, y en el tipo de embestir. Cada uno lo hizo de una manera. El de Ana Romero, con el bondadoso galopito regular, la prontitud y la nobleza que caracterizan la ganadería. El de Alcurrucén, con el célebre tranco de más y la chispa de temperamento privativos del encaste Núñez propiamente decantado. Los dos fueron aplaudidos en el arrastre. Sin ser el toro perfecto, cualquiera de ellos podría haber sido premiado sin desdoro. Mejor el final del de Alcurrucén que el de Ana Romero, que antes de la igualada hizo amago de soltarse a tablas dos o tres veces.

FICHA DE LA CORRIDA

  • Toros.

  • Corrida concurso de ganaderías. Por orden de lidia, toros de Partido de Resina, Cuadri, Alcurrucén, El Ventorrillo, Flor de Jara y Ana Romero. El premio para el más bravo, declarado desierto.

  • Toreros.

  • Rafaelillo, silencio en los dos. Alberto Álvarez, saludos y saludos tras un aviso. Román, vuelta al ruedo y silencio. Pedro Iturralde, que se agarró certero con el toro de Ana Romero, premiado como mejor picador. Desierto el premio para el mejor lidiador.

  • Plaza.

  • Zaragoza. 1ª de la feria de San Jorge. 2.500 almas. Primaveral, plegada la cubierta, tarde muy luminosa. Dos horas y media de función.

El alcurrucén, engatillado, la cuerna ojival que es señal inequívoca de identidad, muy largo, soberbio el trapío, no salió abanto como suelen tantos toros de la casa, sino a galope fijo y brioso. Tomó el capote de Román por los vuelos y repitió hasta nueve viajes de partida. En todos metió la cara, que en banderillas, sin embargo, echó arriba por la mano izquierda.

Sería secuela de alguno de los cuatro puyazos que cobró. Corrido el primero, del que se fue suelto; al paso el segundo, cabeceando al sentir el hierro y desmontando entonces a Santiago Chocolate, que intentaba sangrarlo delantero; antes del tercer puyazo, puesto en la raya de los 20 metros, el toro, fija la vista en el caballo, se engalló con soberbio estilo, acudió sin desgana y se quedó debajo pero no metió los riñones; hubo todavía un cuarto puyazo o picotazo tomado de costado. Claro por el pitón derecho -pronto y descolgado-, un puntito protestón por el izquierdo, resistió con ritmo regular y fijeza en todos los terrenos. Murió de bravo. Y de una estocada espléndida de Román, que lo había toreado de capa con asiento pero en lances de corto vuelo, llegó a templarse en dos tandas en redondo bien ligadas, remató tandas con impecables pases de pecho al hombro contrario y no pudo, en cambio, dominar la mano tangente del toro, la zurda.

Todos los toros del concurso fueron duros de manos, incluso el de Alcurrucén. Todos, salvo el de Ana Romero, que las perdió un par de veces y fue, con el cuarto de El Ventorrillo, el único que escarbó. Una sola vez, solo una. Pero es que eso, escarbar, fue punto de resta. A cambio, fue el toro más alegre y pronto en varas, tres puyazos sin hacerse de rogar, con excelente salida del segundo de ellos. Al salir de ese puyazo enterró pitones. Tanto humillaba.

No abundan en lo puro de Buendia los toros de hocico fino. Este lo tenía hasta prominente. Lo mejor del toro fue, sin duda, su son se diría meloso, su casi dócil manera de querer, su compás. El toro más sencillo de toda la corrida, o el más transparente. No terminó de entenderse con él Román, atascado de repente, sin la determinación tan visible de que había hecho gala con el toro de Alcurrucén. Pródiga la exhibición de pases de pecho formidables, pero faltó la tanda precisa, redonda y embraguetada que el toro llevaba dentro. No solo una sino cuatro o cinco.

Ninguno de los otros cuatro toros fue candidato. El pablorromero de Partido de Resina, muy astifino, por bronco, huido e incierto. El de Cuadri, descarado y veleto -hechuras ofensivas atípicas en la ganadería-, por pararse, frenarse y apoyarse en las manos después de un arranque prometedor de dos tandas casi en tromba y, antes de eso, media docena de embestidas de salida muy serias. Aunque tardeó en varas, galopó en el tercer viaje, pero para escupirse.

Quite de la tarde

El de El Ventorrillo, cornalón, paso del izquierdo, que era un garfio terrorífico, cinco años y medio, muy brioso de salida -Rafaelillo tiró cuatro lances excelentes por el encaje y el juego de brazos, de los de romperse el alma-, cantó la gallina en el segundo y el tercer puyazos, desmontó al gran Esquivel en el último -y Pepe Mora hizo el quite de la tarde- y se apagó en la muleta con mal sentido porque medía, tardeó, desparramaba la mirada y le mandó un recado a Rafaelillo a la mandíbula. Toro de pisar engaños en prueba de genio. Y, en fin, el toro de Flor de Jara, cárdeno lucero, fue en el caballo el de peor conducta -se blandeó y escupió en tres encuentros fugaces-, no paró de moverse y, crudo, listo y gazapón, algo pegajoso, no consintió el toreo a muleta retrasada, se metió o acostó un par de veces, quiso hacer presa cuando vio al torero descubierto o descolocado y desarmó al matador y a dos de cuadrilla.

No hubo toro que hiciera tanto sufrir a tanta gente. Alberto Álvarez, tras un gañafón que le hizo en la taleguilla un siete a la altura de la ingle, salió ileso del trance y la pelea. Rafaelillo dejó probados su oficio, su capacidad y su buen sentido del toreo.

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