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Manzanares se lució ayer en Las Ventas. :: afp
Cumbre de José María Manzanares con un extraordinario toro

Cumbre de José María Manzanares con un extraordinario toro

Corrida muy completa de Victoriano del Río. La mejor faena del torero de Alicante en Madrid. Dos orejas de ley. Con dos se premia también un trabajo más valiente que redondo de López Simón

BARQUERITO

Jueves, 2 de junio 2016, 09:05

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Vinieron dentro de la corrida de Victoriano del Río cinco toros de nota. El primero y los cuatro últimos. Acalambrado de salida, el uno, con más codicia que fuerza, noble como el que más, no se dejó ver ni sentir tanto como cualquiera de los otros cuatro, que tuvieron, entre otras calidades comunes, las buenas hechuras. De esos otro cuatro, el quinto, negro chorreado, casi 600 kilos, armado por delante, ligeramente apuntado de cuerna, fue el de más bello remate. Y el más bravo. Se llamaba Dalia. Extraordinario el son: la manera de descolgar, emplearse, humillar y repetir. Más acusada la fijeza que la prontitud. Se llama calidad al ritmo, y ritmo al hecho de embestir a compás, y por esos dos palos se retrató el toro generosamente. Manzanares lo hizo rodar sin puntilla después de recibirlo limpiamente con la espada, la estocada trajo vómito y sobre el charco de sangre vino a desplomarse el toro. Un clamor: por la muerte, por la estocada y por la faena de Manzanares, la mejor de toda su carrera en Madrid, y no solo en Madrid.

FICHA DE LA CORRIDA

  • uToros.

  • Seis toros de Victoriano del Río. Segundo y sexto, con el hierro de Toros de Cortés.

  • uToreros.

  • Sebastián Castella, silencio tras aviso y ovación. José María Manzanares, silencio y dos orejas. López Simón, dos orejas -muy protestada la segunda- y saludos.

  • Cuadril

  • la.

  • Pedro Chocolate picó muy bien al quinto. Buena brega de Vicente Osuna con el sexto.

  • uPlaza.

  • Madrid. 27ª de San Isidro. Corrida de la Beneficencia. Lleno. 24.000 almas. Primaveral, algo de viento. Dos horas y veinticinco minutos de función. El Rey Juan Carlos presidió la corrida en el Palco Regio. Le brindaron los tres espadas sus primeros toros. Brindis muy aplaudidos. Se oyeron varios vivas al Rey a lo largo del festejo.

Se tomaron deliberadamente tiempo en aparecer las mulillas. Se esperaba que asomara el pañuelo azul para premiar con la vuelta al ruedo al toro. Pero se enrocó el palco. En dos de las cuatro pausas que abrió Manzanares en la faena, el toro reculó. Y en vísperas de la igualada, que fue muy trabajosa, el toro había apuntado a tablas. Hasta pegó un arreón a toriles que Manzanares libró con el genuino pase de pecho, el obligado, el de solución, A esos lunares se atendría el palco en la decisión muy rigurosa de negar al toro los honores póstumos. Los mulilleros le dieron por su cuenta una especie de media vuelta antes de enfilar el patio de arrastre.

Fue guerrero el tercero de corrida, que llegó crudo a la muleta y por eso pero no solo por eso tardó en fijarse. Pero metió al cabo la cara, hizo el surco y repitió. De esos cuatro últimos, el cuarto, muy bondadoso, fue el de menos entrega en varas -suelto de las dos que tomó- y el de menos aire en banderillas -esperó-, y en la muleta no sacó ni el ritmo del quinto ni las ganas del tercero, pero fue toro de seria conducta. El sexto también peleó hasta el final, pero solo llegó a verse en tablas, el terreno que eligió al abrigo del aire López Simón.

Espectáculo de rango mayor: dos faenas caligráficas, templadas, algo mecánicas de Castella; la cumbre de Manzanares a quien nunca se había visto torear y ligar con la mano izquierda con tanto gobierno y tanta pureza; y la firmeza formidable de López Simón, incapaz de afligirse cuando el sexto se le paró antes de tomar engaño, brillante en la corta distancia, que es la que domina, y no tanto en campo abierto. Sin una corrida tan completa como la de Victoriano del Río, el rango habría sido probablemente muy otro. La corrida tuvo un garbancito negro: un segundo cinqueño del hierro de Toros de Cortés muy cabezón, hechuras impropias y carácter brusco de cabecear y puntear.

La faena grande de Manzanares tuvo por virtudes mayores la elección de terrenos y distancias -el tercio y en paralelo, nunca encima ni demasiado lejos-, el ajuste, la suavidad, la verdad de ligar en pureza y no rehilando, el sentido del temple y un seco arrojo traducido en encaje impecable. Las zapatillas posadas, el desmayo. Muy elegante Manzanares. No más tensión que la precisa cuando el toro en juego es bravo. Soltura. Medida de los tiempos. Tandas generosas, de llegar al quinto muletazo sin sufrir. Soberbias trincheras, el cambio de mano solo cuando convino, y hasta la emoción de una caída a última hora inerme y a merced del toro, que no hizo por él. Con el primero de lote había abusado de los lances de doma; con este quinto se estiró de salida en lances embraguetados de mano alta y mucha tela. Y firmó un quite por chicuelinas de la escuela Manzanares, la de su señor padre.

López Simón se entregó sin reserva ni temor. Solo al final de faena, cerrado en tablas, se entendió del todo con el tercero en una tanda de cinco en redondo arrastrando la muleta con una sutileza nueva en él. Prendido al cobrar la estocada, salió ileso pero aturdido del trance. Dobló el toro, el palco se fue hasta la segunda oreja. Pareció un exceso. La mejor de las dos faenas del torero de Barajas fue la del sexto toro, que no tuvo premio. En tablas la cosa toda, a puro huevo los viajes templados, sin los muñecazos que tanto abundaron en el primer trabajo.

Castella cumplía la cuarta de sus cuatro tardes de San Isidro y ese detalle hizo parecer a muchos rutina lo que no era. Su asiento, su aplomo, su seriedad, su buen toreo con la mano izquierda que antes le costaba un poco, su buen juego de brazos. Y el error de pretender descabellar casi en crudo al primero de la tarde, que solo cayó a la séptima.

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