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A. G. ENCINAS
Sábado, 13 de mayo 2017, 13:26
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Llovió. Y en el momento en que sonó la última nota pasó a ser un concierto legendario. Y muchos de los que estuvieron entonces allí pisaban ayer el elegante vestíbulo del Miguel Delibes con sus camisetas de Extremoduro. «Esto va a ser raro, tío», decía Mario. Y dentro no llovía, claro, pero fuera descargaban al azar unas chaparradas descomunales que daban ganas de ir a buscar al artista y decirle «vamos, Robe, salgamos fuera, conjuremos a la lluvia otra vez».
El Miguel Delibes no olía a humedad, sino a madera, a butaca de piel. Y aparecían en el escenario, expectantes, un violín y un acordeón y un saxofón, reposados, como si la orquesta sinfónica o un grupo de jazz se hubieran dejado allí sus cosas olvidadas junto a las guitarras eléctricas, la batería. «Esto va a ser raro», piensas. Y ves el pantalón rojo de cuadros del tipo tatuado de al lado, las rastas amarillas del de la derecha, los 'piercings' de aquella con el vaquero pitillo y la camiseta de Extremo, tus propias greñas sueltas y el hombre calvo, con gafas y jersey blanco, y piensas que sí, que va a ser raro. Que a ver.
Y asoma Robe aún en penumbra y parte del público grita desaforado. «¡Qué ganas teníamos de veros!», saluda. Nos hacemos una idea, créelo.
Y empieza a desgranar el 'Destrozares' y el 'Lo que aletea en nuestras cabezas', que a eso hemos venido, y suena apoteósico, potente, maravilloso con ese violín que luce en el Miguel Delibes con una limpieza y una fuerza que envidiaría el propio disco.
Y resulta que llueve.
Caen frases como chuzos.
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