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Gistau se ha inspirado para su novela en sus años en los gimnasios de boxeo de Madrid. :: óscar chamorro
«España es una fábrica  de perdedores»

«España es una fábrica de perdedores»

David Gistau, periodista y escritor, publica 'Golpes bajos', una novela escrita entre quinquis, boxeadores y aristócratas, donde los más peligrosos suelen estar fuera del ring

CHAPU APAOLAZA

Lunes, 16 de enero 2017, 11:08

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En la pared del gimnasio de Alfredo, en una cochera del barrio de Lucero, han colgado los retratos de los chavales que se apartaron del camino del boxeo y cayeron por un pico, en un tiroteo, en un atraco o en un ajuste de cuentas. La muerte acecha a los perezosos. Richy lo sabe y cada día cuida la ropa interior que se pone por si, en lugar de una puta de las que cuida, termina por desnudarlo un forense. Al otro lado de la M-30 por la que derrapaba el caballo de la desolación de Sabina, hay coches que corren como si los fueran a atrapar y tipos que se mueven bajo los códigos de una ley vieja, salvaje y desconocida, pero ley al fin y al cabo. En ese mundo invisible de canallas deliciosamente literarios en la que la justicia no es la que ustedes están pensando, David Gistau (Madrid, 1970) ha escrito 'Golpes bajos' (La esfera de los libros), una historia contada sin resuello sobre el ruido del morse de los guantes chocando en las manoplas.

¿Qué es 'Golpes bajos'?

Es un homenaje a la época dorada norteamericana de los pesos pesados, el Madison Square Garden y Norman Mailer, un tiempo que me habría gustado vivir. Pensé en qué pasaría si trasladara esa época al Madrid del siglo XXI con sus cutreces. Es una novela de doble trama de gánsteres por una parte y otra de un montaje sentimental de una vieja estrella que para volver a las portadas de las revistas se inventa un noviazgo con un boxeador.

Se reconoce en el ritmo de los golpes en la cadencia del texto.

Si lo ha percibido así, me alegro. Creo que he intentado parecerme a esa literatura americana de novelistas forjados en los periódicos y acostumbrados al reportaje y en la mirada del reportero, el tipo que captura personajes, frases, que tiene oído y va a un lugar y capta la atmósfera.

Vivimos en un mundo alejado del terreno, de a qué saben, a qué huelen las cosas...

Estoy de acuerdo con eso y le pasa incluso al periodismo, que es lo más grave. Yo no he hecho un trabajo de investigación, porque no me hacía falta. He contado el mundo de los gimnasios en el que llevo muchos años metido. El reportero y el novelista tienen que bajar a la realidad. Hay que salir a la calle con una libreta en el bolsillo. Toda esa pretensión narrativa tiene que empezar con la actitud del reportero. La gente de una novela no está dentro; está fuera, tú la encuentras y la clavas como una mariposa como un alfiler en tu libro. Tienes que haber estado en ese Seat León y, para eso, el periodismo es una cantera. Las redes nos están convirtiendo en gente que ve el mundo desde una atalaya muy lejana y confusa. Se está perdiendo el sabor auténtico de las cosas.

¿Jugamos a retorcer una realidad hasta el punto en el que no importa que las cosas sean ciertas o no?

Sí, y añado algo más peligroso: esa realidad que nos llega tamizada está alterada por nuestros propios prejuicios intelectuales e ideológicos. Tenemos un acercamiento muy poco honesto con ella. Le exigimos que se parezca a lo que nosotros queremos que sea. Ese es uno de los males del periodismo actual: no adaptarnos a la realidad, sino al revés.

¿Qué sacó al boxeo de la sociedad?

En la Transición, la pedagogía social de lo que debía ser el nuevo español la hizo la progresía y decidió que el boxeo no podía ser una pasión en la nueva era democrática. Esa pedagogía la llevó a cabo el diario 'El País' y no es solo que en el libro de estilo del periódico se prohibiera hablar de boxeo, es que se alentaba a que se dieran noticias negativas sobre el deporte. 'Si un tipo se cae muerto en un ring, cuéntelo usted'. Ahora ha cambiado algo su percepción social y ha entrado en los gimnasios pijos. Hace unos meses, en un anuncio de detergente vi que un niño se había manchado la camiseta boxeando en su jardín. Si para vender detergente usan boxeo es que no está tan mal visto. De repente, esto mola. Ha salido del gueto. Yo me alegro mucho. Me gustaría que en un momento dado, un campeón de boxeo en España no necesitara un segundo trabajo, porque el campeón de pesos medios es jardinero en el Retiro y el campeón de Europa de superligero es chófer de empresa.

España ejerce una suerte de veneración por el perdedor que no existe en la cultura norteamericana.

España es una fábrica de perdedores, porque no soporta a la gente que gana. La destruye hasta que la convierte en perdedora y entonces es cuando la acepta, pero primero, la aniquila: «Usted bájese de ahí que no va a ganar». En la cultura sajona hay palabras que tienen un matiz positivo que en España son peyorativas; por ejemplo, ambición. Aquí el ambicioso es un hijoputa y hay que derribarlo.

¿Cuál es su historia en el boxeo?

Empecé de jovencito porque nos apeteció a los amigos del barrio. Lo dejé durante años y dejé de boxear, no sé porqué, por algún tipo de ciclo de vida. Hace cinco años lo retomé y me arrepiento de los años sin boxear. Me lo paso muy bien. Me ayuda a postergar la idea de que la vejez ya está aquí al lado. Cuando volví, mi mujer me dijo: «Prefiero que la crisis de los 40 te salga boxeando y no follando». Se quedó tranquila.

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