Borrar
Una monja vota en un colegio electoral de Cáceres. :: lorenzo cordero
Un voto, un burro
UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA

Un voto, un burro

Hace cien años, los sufragios se compraban con dinero

J. R. Alonso de la Torre

Viernes, 29 de mayo 2015, 08:13

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

A los extranjeros les llama mucho la atención que en las elecciones españolas las cabinas estén de adorno y que todo el mundo traiga el voto ya preparado desde casa. También les extrañan los líos que montamos con los votos por correo o con los ancianitos que algunos partidos llevan de la mano hasta los colegios electorales con los sobres cerrados y los votos decididos. Es lógico que se sorprendan con estas costumbres tan españolas si se tiene en cuenta que, en Europa, lo normal es entrar en la cabina a escoger el voto y en algunos países como Francia hasta se puede ceder el voto a otra persona para que lo ejerza por ti. Pero todo esto en España sería impensable.

Venimos de una rancia tradición electoral de caciques y compras de sufragios muy asentada. En Aldea del Cano, el pueblo de mi suegra, durante la II República había un montón de burros llamados Teodoro (nombre figurado pues no recuerda el nombre real) en honor del candidato de mismo nombre, que pagó a cada elector por su voto el dinero suficiente para comprase un pollino. En justo agradecimiento, los electores dieron en bautizar al asno con el apelativo de su candidato benefactor. En Aldea del Cano, cada vez que se escuchaba un: ¡Arre Teodoro! había que traducirlo por un: «Yo voto a Teodoro».

En el pueblo de mi madre, Ceclavín, en los años 20, el cacique conservador, un cunero de Madrid con dehesas en Valencia de Alcántara, pagaba 50 pesetas por voto. Como los liberales enviaron observadores que impidieron la compra de votos, los ceclavineros se soliviantaron y rompieron las urnas: o les pagaban diez duros por sufragio o allí no había elecciones.

Con este panorama en el pasado, es lógico que en el presente, aunque ningún candidato pague nada, aún haya que estar vigilantes: la cabra tira al monte y el votante tira al burro. Es una tendencia casi más genética que política.

Si sucediera como en Francia y los electores españoles pudieran ceder su derecho al voto, inmediatamente se repetiría el mismo proceso que se está dando con la famosa PAC agrícola, que se pueden ceder tierras a otro para que cobre toda la ayuda y han surgido intermediarios que se dedican a traficar con hectáreas. En el caso de las elecciones, tendríamos enseguida una nueva profesión: el traficante de votos cedidos, que seguro que ganaba para algo más que comprarse un burro.

En cuanto a lo de que nadie entre en las cabinas, los extranjeros dejarían de extrañarse si conocieran las triquiñuelas que usamos aquí para saber los votos antes de que se abran las urnas. Si las encuestas a la salida de los colegios se llaman israelitas, las encuestas visuales a pie de urna deberían llamarse extremeñas.

Los interventores y apoderados de cada partido saben con poco margen de error cómo va la cosa al instante. ¿No se han dado cuenta de cómo miran los representantes de los partidos sus sobres cuando los depositan en la urna? Su interés no es deferencia, sino puro comadreo electoral. Buscan el detalle que identifica el sobre de cada partido: una rayita, una sombra, un tono y saben a quién vota.

La solución es coger los sobres en el colegio electoral y meter la papeleta escondido en la cabina. ¡Pero cuidado! En cuanto usted vote, los apoderados irán a la cabina para adivinar su opción porque tienen trucos para descubrir de qué montón ha cogido la papeleta. La única manera de que su voto sea de verdad secreto es llevar la papeleta doblada desde casa, sin que se vean nombres ni siglas, y embucharla en un sobre del propio colegio electoral. En resumen, nos controlan igual, pero sin burro de por medio.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios