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¿Qué ha pasado hoy, 27 de marzo, en Extremadura?

Peanas sin estatuas, estatuas sin peanas

El mariscal de campo Rafael Menacho es el héroe de la ciudad. Todas deben tener uno, aunque sea adoptado. El nuestroademás es hijo predilecto, porque aun no siendo badajocense prefirió ser sepultado entre sus piedras antes que entregarsus habitantes al desenfreno de Napoleón y los suyos

Jacinto J. Marabel Matos

Domingo, 4 de marzo 2018, 00:15

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En Badajoz tuvimos una vez un pedestal sin estatua. El presupuesto no dio para más y hubo de esperar diez largos años para poder admirar el bronce de don José Moreno Nieto recortándose frente al teatro López de Ayala. Lo cuenta muy bien mi amigo Fernando de la Iglesia en un ya mítico blog pergeñado de pequeñas grandezas locales, en el que también descubre que el segundo apellido de aquel insigne arabista debió ser Godoy, pero que el ominoso período que le tocó vivir aconsejó hacer mutis por el foro desterrando el patronímico materno.

Sea como fuere, pasó a los libros de historia con un currículo intelectual intachable y ya de por sí merecedor de una cosecha de estatuas propia de los Guerreros de Xi’am, pero antes y ahora en España los méritos que catapultan los homenajes suelen ser más prosaicos: valga decir políticos; usted ya me entiende. Moreno Nieto fue diputado de la Unión Liberal de O’Donell, después presidente del Congreso con el Partido Conservador de Cánovas y más tarde senador en representación de la Real Academia de Historia, hasta que un cólico nefrítico se lo llevó por delante. La prensa afín promovió la erección del que estaba llamado a ser el primer monumento que engalanara la ciudad, pero sólo logró recaudar para el pedestal. Y cuando finalmente hubo para la efigie, el protagonismo se lo había robado el monolito inaugurado en homenaje a Menacho tres años antes.

El mariscal de campo Rafael Menacho es el héroe de la ciudad. Todas deben tener uno, aunque sea adoptado. El nuestro además es hijo predilecto, porque aun no siendo badajocense prefirió ser sepultado entre sus piedras antes que entregar sus habitantes al desenfreno de Napoleón y los suyos. Y así fue, lo de sepultado digo, porque tanto lo escondieron que tardaron setenta años en encontrarlo e inhumarlo dignamente en el claustro de la Catedral. Antes, en 1852, la guarnición de la plaza le dedicó una lápida conmemorativa sobre la poterna situada en el ángulo de la espalda del baluarte de San Juan, justo en el lugar donde murió tras ser alcanzado por la metralla, por muy bravo que se ponga mi amigo Julián García Blanco. Luego, doce años más tarde, la lápida sirvió de base a una modesta pilastra de argamasa colocada en el centro del baluarte de Santiago. El monumento era tan feo que en las navidades de 1892 fue derribado y sustituido por el actual monolito, inaugurado el 2 de mayo siguiente.

Sin pretenderlo, el monumento a Menacho le robó la cartera a Moreno Nieto. Pero como las desgracias nunca vienen solas, el sirolense aún tendría que aguantar que un siglo más tarde le colocaran enfrente al advenedizo Godoy, aquel pariente repudiado que ya para toda la eternidad habría de pedirle explicaciones por lo del apellido, arrimando el ascua a un saco de naranjas que para sí quisiera una reina. Tiene guasa la cosa, porque el del Príncipe de la Paz iba a ser el primer monumento de la ciudad hasta que cayó en desgracia, estalló la guerra y los bronces acabaron en la maestranza para fundir los cañones que habrían de defendernos de los gabachos. Desde entonces y por mucho documental que nos pongan, no hay manera de desautorizar el sambenito de amancebado borbónico que acompaña su figura. Así que aunque Godoy fuese de aquí, nuestros paisanos siguen prefiriendo al gaditano.

Y es que Menacho es mucho Menacho. Murió tal día como hoy de hace doscientos siete años y se merece todos los homenajes del mundo, por muchos que vayan desde entonces. Los militares, que cumplen con holgura el preceptivo ceremonial del claustro catedralicio, han anunciado la inminente repatriación del ajuar funerario y la musealización de sus restos, cerrando con esto muchas bocas y no pocas polémicas en torno a la oportunidad de un museo militar. Porque fue apuntarse el tanto la Económica con el Museo de la Ciencia para que todos los colectivos levantasen el dedo pidiendo el suyo, sosegándose por lo pronto con la promesa de una buena talla histórica. Creo que Badajoz tiene muchas y buenas estatuas, y que el escalafón de meritorios es reclamando desde hace tiempo por Alfonso IX, pero como todo suma en el embellecimiento de la ciudad, si además del monolito a Menacho le dedicamos una estatua, bienvenida sea.

El caso es que el proyecto comenzó a tomar forma tras las últimas elecciones municipales, cuando el grupo municipal Ciudadanos comprometió a Fragoso en la aventura a cambio de los votos necesarios para la investidura. Con el pacto de gobierno recién salido del horno se habilitó una partida para la obra, que finalmente fue encargada al maestro Salvador Amaya, sin consanguinidad que sepamos con el poblanchino Gabino Amaya, de cuyo cincel salió la talla de El Divino que da la espalda al consistorio desde hace tres cuartos de siglo. El autor, sin duda el mejor especialista en escultura histórica del momento, asesorado además por Ferrer-Dalmau y Sorando, la crème de la crème en estas lides, logró terminar su trabajo hace meses. De todo ello dio buena cuenta este diario en un excelente artículo firmado por Natalia Reigadas y publicado el 26 de junio pasado, dando por sentado que la inauguración de la obra estaba al caer.

Pues debe seguir cayendo oiga, porque ni siquiera se ha encementado el lugar donde habrá de ir la peana. El asunto del pedestal no es baladí: que se lo pregunten a mi amigo Manuel Cienfuegos, que acaba de enmendarles la plana a los sevillanos con la estatua de Zurbarán situada en la plaza de Pilatos. Una peana es una cosa seria y emplazarla en el lugar apropiado lleva su tiempo, pero no me negará que lo de Menacho va para sainete. Coincidiendo con su aniversario, hoy era el día indicado para que luciera entre mis paisanos. Pero ni está ni se le espera. Los motivos: probablemente prosaicos; usted ya me entiende. En Badajoz hubo un tiempo en el que, para justificar la chifla de un pedestal huérfano de figura, se acuñó un retruécano: más vale peanas sin estatuas que estatuas sin peanas. Menacho hoy no cuenta ni con una ni con otra.

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