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Gloria Ruiz, pone la banda de graduado a su padre, Manuel Ruiz. :: C. Moreno
Mi padre estudia en mi instituto

Mi padre estudia en mi instituto

Manuel Ruiz, de 51 años, termina la Formación Profesional a la vez que su hija | Los dos se graduaron hace pocos días y ya han encontrado trabajo como carpintero y peluquera

Antonio Gilgado

Badajoz

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Domingo, 17 de junio 2018, 08:52

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Manuel Ruiz se graduó hace dos semanas. Un enchaquetado más entre el grupo de adolescentes que subió al escenario del salón de actos del Instituto San José. Recogió su banda de graduado en el grado medio de carpintería. Aplausos, felicitaciones, selfie con los compañeros y vuelta de nuevo al salón de actos. Ahora en la segunda fila y con el móvil en ristre. Gloria, su hija, también se graudó. Grado superior de peluquería.

Padre e hija han compartido instituto en estos dos últimos años. Están a una semana de estampar su nombre en un título oficial de Formación Profesional.

La historia de Gloria es como la de cualquier joven de 21 años atraída por la peluquería. Tijeras tatuadas en el brazo o de miniatura colgadas en el cuello desvelan su vocación. Su padre entró en la carpintería tarde. Se ha reinventado.

Manuel tiene 50 años y ha compartido clase con chicos de 16 o 17 en el grado medio de carpintería

Tras cinco años en paro, decidió que no quería pasar ni un día más en casa sin hacer nada. Se sacó el carné de camiones y autobuses y se apuntó al centro Abril. Con la Secundaría podría optar a más bolsas de empleo. Por lo que cuenta, no le costó coger hábito de estudio. Sobresaliente en los exámenes finales de la Secundaria. «Aquello me vino muy bien. Me di cuenta que podía estudiar algo».

Casi a los cincuenta años se hizo la típica pregunta que todo adolescente debe plantearse en algún momento. ¿Yo qué quiero hacer? «Se me da bien trabajar con las manos y siempre me gustó la carpintería», se respondió.

Sondeó opciones y el día que acompañó a su hija Gloria a echar la matrícula aprovechó para rellenar la suya. «Yo le animé desde el principio. Por su carácter sabía que podía tratar sin problemas con gente joven».

Antonio González es profesor del San José. No le ha dado clase, pero ha seguido de cerca la evolución de Manuel en el centro. Se trata de un caso atípico. En el grado superior, cuenta el docente, es habitual encontrarse con gente mayor. Profesionales en busca de especialización o universitarios que complementan la teoría. En el nivel medio entran directamente desde la ESO. Chicos de 16 o 17 años. «El profesorado también le hemos arropado un poco para que no se sintiera incómodo».

No faltaron los recelos iniciales. El primer día, recuerda, se echó las manos a la cabeza. «¿Qué pinto yo aquí?».

El paso del tiempo fue dándole su rol en el grupo. Con algunos hizo buenas migas y casi le veían como un padre.

También se lleva de esta experiencia la paciencia de los profesores. Cuando un adulto se pasa más de seis horas diarias en un grupo de adolescentes ve a los del otro lado con una entereza envidiable. Una mañana fue insoportable. Dos chavales se pasaron toda la clase haciendo ruidos y riéndose. Al final fue el propio Manuel quien se volvió y les recriminó el comportamiento. Balsámico. No hubo más problemas. «Lo de los profesores es para quitarse el sombrero. ¡Lo que aguntan!».

Tras cinco años en paro, se apuntó al centro Abril y sacó la secundaria con sobresaliente

Desde que se matriculó, las perspectivas de Manuel estaban en las prácticas de empresa. Destacar como aprendiz para que le tuvieran en cuenta para la plantilla. El plan le ha funcionado. Empezó las prácticas en el segundo trimestre en Leroy Merlin y las termina en pocos días. En la multinacional le han puesto sobre la mesa un contrato de trabajo para la temporada de verano. «Que me contraten a mi edad es de agradecer». Cuenta orgulloso que el otro día un jefe de la tienda le felicitó por su trabajo. Un espaldarazo. Manuel lleva más de seis años sin firmar un contrato de trabajo. No lo esconde. Está exultante. Su hija, testigo directo de este periplo, respira también aliviada. «Lo ha pasado muy mal y ahora lo veo ilusionado».

El padre mira ahora con optimismo al futuro. Su vida se torció casi desde niño. El sexto de nueve hermanos, su madre se quedó viuda muy pronto. Sus hermanos mayores empezaron a casarse y el que se quedaba se hacía cargo de la casa. Entró en un hotel del centro de Badajoz de botones con 16 años. El sueldo y las propinas le daban para mantener a sus hermanos pequeños. Encadenaba sustituciones o bajas hasta que la empresa decidió no renovar a los eventuales. Un excompañero le avisó de que un hotel de Mérida necesitaba recepcionista.

Todo iba bien hasta que llegó la crisis. Menos plantilla y las mismas tareas para sobrevivir. En ocho horas, recuerda, el teléfono enmudecía diez segundos como mucho. Hasta diez llamadas de teléfono en espera en una empresa donde la consigna principal era que una llamada sin atender se veía como un cliente que se pierde. Ansiedad, estrés, vómitos, mareos y un día el brazo derecho se le durmió por completo. Enfermó por ansiedad. «No podía más».

Antes de la crisis, cuenta, en un hotel podía haber dos personas atendiendo al público, otros dos al teléfono y otra encargándose de las maletas. Para reducir costes, algunas empresas apostaron por concentrarlo todo en recepción. «No llegábamos. Entrabas a trabajar sudando y no parabas. En tensión constante. Y no fue un día o un mes, fueron varios años y al final lo pagas».

Cumpleaños perdidos

El resultado, nueve meses de baja y una reflexión. Nunca había estado en el cumpleaños de su hija, nunca había pasado con ella la Navidad. No se veía preparado para volver y trató de buscar empleo en otro sitio, justo en lo más profundo de la crisis. No hubo suerte. Acumuló varios años en paro -le cuesta decir exactamente cuántos - y se le vino encima una depresión de la que salió cuando retomo los estudios. Ahora se ha convertido en un ferviente defensor de la Formación Profesional. Su hija también ha encontrado trabajo a los pocos días de graduarse. Poco a poco, la inserción está volviendo a cotas precrisis. Padre e hija tienen ahora el reto común de demostrar en sus nuevas empresas que estos dos años no han sido en balde.

Atrás quedan los exámenes, los apuntes y las horas de recreo entre adolescentes. Nunca coincidieron en el mismo pasillo del San José porque uno tuvo horario de mañana y otro de tarde. «No me hubiera importado. Yo estaba muy orgullosa de lo que hacía mi padre». Es fácil adivinar la réplica. «Yo estoy muy orgulloso de mi hija. Ha conseguido lo que quería».

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