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Malala Yousafzai.
Malala, la niña que solo quería aprender

Malala, la niña que solo quería aprender

Abanderada de los derechos de los más pequeños, la pakistaní se convirtió este año en la galardonada más joven con el Nobel de la Paz

Óscar Bellot

Martes, 23 de diciembre 2014, 12:36

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Las sociedades desarrolladas se configuran en torno a derechos que se dan por sentados. La comida, la asistencia sanitaria, el agua potable Todo está a disposición de los ciudadanos por el mero hecho de serlo. También la educación. Pero aún quedan lugares donde hay que pelear por ellos con uñas y dientes. La pobreza, la raza, la intransigencia fundamentada en presuntos preceptos religiosos, e incluso una amalgama de varios de esos factores vedan el acceso a aquello que vehicula el desarrollo del ser humano a quienes no forman parte del 'sistema'. Lo sufrieron en sus carnes los negros en Estados Unidos, cuyas vidas seguían marcadas por la segregación racial un siglo después de que Abraham Lincoln aboliese la esclavitud. Hasta que las acciones de algunos irredentos -Rosa Parks, James Meredith- alteraron la conciencia del país. Sus gestos tumbaron leyes y dieron paso a la aprobación de otras más justas. Se convirtieron en modelos a seguir por quienes vinieron después. Mas en otras muchas partes del mundo, los muros siguen erigidos. Y, como allí, el arma más eficaz para derribarlos es la tenacidad de quienes no se pliegan al fanatismo. Es en esa tradición, la de los héroes discretos, en la que se inscribe Malala Yousafzai, la joven pakistaní cuyo verdadero triunfo, muy por encima del Premio Nobel de la Paz, es poder acceder cada día a un aula de la que los talibanes trataron de apartarla para siempre.

La historia de Malala comienza en el valle del río Swat, una zona bajo control de los fundamentalistas islámicos entre 2003 y 2009. Hija de un poeta que había virado del islamismo radical de sus años mozos a un espíritu crítico hacia quienes sojuzgaban por aquel entonces a los que tenían la desgracia de caer en sus manos, halló en el colegio un espacio donde dotarse de los conocimientos necesarios para desenvolverse en un mundo que para ella no tenía techo. Lista y vehemente como pocas de sus compañeras, tenía también la inocencia propia de la edad. Fue por ello que desechó las advertencias de quienes la conminaban a andarse con cuidado. Su nombre figuraba en una lista de objetivos de los fundamentalistas, que la habían colocado en su radar a raíz del blog que escribía para la BBC bajo el seudónimo de Gul Makai. Allí denunciaba las atrocidades que veía a su alrededor y defendía el derecho de todos, ya fueran hombres o mujeres, a recibir una educación. Se creía a salvo. Al fin y al cabo, ella solo era una niña que quería estudiar. ¿Qué podía pasarle?

El 9 de octubre de 2012 descubrió lo desencaminada que andaba. Ese día, dos milicianos subieron al autobús escolar en el que viajaba y descargaron varias balas contra su pequeño cuerpo. Le alcanzaron en la cabeza y en el cuello. En un hospital de Rawalpindi lograron extraerle la munición que amenazaba su médula espinal. Posteriormente, en otro centro de Reino Unido, completaron las intervenciones necesarias para salvar su vida. Había sorteado la muerte pero viviría para siempre con las secuelas de lo ocurrido: una placa de titanio en la cabeza, por la parte física, y un trauma que la acompañará por el resto de sus días, en cuanto a la psicológica.

El triunfo de la tenacidad

Insuficiente todo ello, eso sí, para detenerla. Asustarse, renunciar a su activismo, hubiese significado entregarle la victoria a sus enemigos. Tenía una misión que cumplir y la llevaría a cabo pesase a quien pesase. Lograr que cada niño del mundo tuviese acceso a la educación había sido siempre su propósito, y ese objetivo sería, ahora más que nunca, el que daría sentido a su existencia.

A los talibanes el tiro les había salido por la culata. Malala se había convertido en un emblema. Así lo entendió el Parlamento Europeo, que la distinguió con el premio Sájarov a la Libertad de Conciencia. Y también el Comité Noruego del Nobel, que este año le entregó el premio de la Paz, compartido con el indio Kailash Satyarthi. Dos activistas de países enemigos hermanados por una causa común: la defensa de los derechos de los niños. Malala había logrado otro hito, al convertirse en la persona más joven en lograr dicho reconocimiento.

Con la impresionante madurez de que siempre ha hecho gala, subió el 10 de diciembre a la tribuna dispuesta en el ayuntamiento de Oslo y recordó el atentado de que fue víctima. "No pudieron acallar nuestra voz, que desde entonces se ha vuelto más y más fuerte", dijo la joven que hoy tiene 17 años y vive en Birmingham (Reino Unido), donde cada día acude a la escuela secundaria donde cursa sus estudios. Sueña con ser un día la primera ministra de Pakistán. Pero, sobre todo, anhela que su objetivo, el que casi le cuesta la vida, acabe convirtiéndose en realidad. "Es tiempo de hacer algo para que sea la última vez que vemos a un niño privado de educación", remarcó en Oslo antes de bajarse del estrado para seguir haciendo aquello que siempre deseó: estudiar.

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