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El hijo de Fernando Aixalá: «Su vida eran los pacientes»

El hijo de Fernando Aixalá: «Su vida eran los pacientes»

El doctor catalán afincado en la ciudad falleció esta semana tras 60 años dedicados a la medicina

GLORIA CASARES

Domingo, 1 de abril 2018, 10:48

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«Tenía una misión clara y la ha podido llevar a cabo durante mucho tiempo, lo que ha sido muy bueno para mucha gente y para él mismo, porque se ha realizado como profesional». Es el resumen que hace el hijo de Fernando Aixalá sobre «una de las muchas lecciones de vida» que ha dejado su padre, que ha fallecido esta semana a los 93 años. Una vida entregada a la medicina, como prueba que ejerciera hasta los 90 años.

Y es que la medicina en Almendralejo no se entiende sin su nombre, el de un joven médico que con apenas 30 años llegó a la ciudad y se enfrentó a uno de las peores enfermedades, la tuberculosis; pero que se especializó más tarde en cardiología, convirtiéndose en una eminencia. Se casó en 1958 con su novia de toda la vida, Rosa Font de Rubinat, y tuvo dos hijos.

Pero no sólo fue su implicación en la medicina, sino su carácter paciente, su atención continua al enfermo, su disponibilidad las 24 horas para intentar sanar a los demás y su compromiso con la vida social y cultural de Almendralejo lo que le ha convertido en uno de los hijos adoptivos más queridos.

No en vano, uno de los últimos parques construidos en la ciudad, en 2006, lleva su nombre.

'Don Fernando Aixalá', como se le conocía en Almendralejo, era un hombre de gran porte, mirada seria y de ojos bondadosos. Un catalán que llegó a la ciudad en el año 1952 después de haber aprobado la oposición al Real Patronato Antituberculosos. En el primer examen quedó el número 1 a nivel nacional, lo que le permitió elegir el segundo destino más buscado en España, Almendralejo.

Al llegar a la ciudad se encontró con que la enfermedad había hecho estragos en la población y casi un 2 por ciento se había visto afectada.

Su hijo recuerda que esa época le marcó a su padre, porque todavía la enfermedad no tenía cura. Hasta el año 1962 no llegó el primer medicamento. El trabajo en aquella época era duro y estaba mal pagado, pero era una forma de entrar en el Sistema Nacional de Salud y estaba bien considerado. Le marcó ver a los chavales muriéndose en las camas y sentir cómo le tiraban de la bata.

A las jornadas de doce horas se sumaba el riesgo de contagiarse, porque no había vacunas. Años después descubrieron que se había contagiado, aunque no llegó a desarrollar la enfermedad.

Aún faltaba para que Aixalá conociera los antibióticos, que también le marcaron cuando llegaron, «era lo único que funcionaba».

Años después, cuando se logró controlar la tuberculosis, se especializó en cardiología.

«No paraba de estudiar, cada dos años aprobaba una oposición, llegó a aprobar siete en su vida», recuerda su hijo, que apunta a que la última fue la de forense. Pero antes llegó a ser jefe local de sanidad y tuvo que cerrar pozos contaminados o sanear el mercado.

Sin embargo, fue la cardiología la que le dio el mayor reconocimiento a nivel nacional y quizás más alegrías. «Yo creo que le iba muy bien a su carácter, porque era muy minucioso, muy exacto y todo lo que fuera prestarle una atención plena a la continuidad a sus pacientes».

«Él le daba prioridad total al paciente. Su vida era los pacientes».

Ellos destacan sobre todo «la precisión del diagnóstico, el ojo clínico tan infalible». «Incluso el cálculo de lo que te podía quedar. Con pocos datos, podía sacarlo y también dar con exactitud en el tratamiento. Eso hizo que médicos, como los del Gregorio Marañón, dijeran a pacientes: está en buenas manos».

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