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El paraíso de un pata negra

El paraíso de un pata negra

Los cochinos ibéricos necesitan de la compañía y de la voz del hombre para medrar. El de porquero es un oficio milenario lleno de secretos, una tarea para hombres muy juiciosos

julián méndez

Lunes, 25 de enero 2016, 09:37

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«Ouuuutetete. Ouuuutete. Amos, hombre, amos, gordo. Oooooooteee». La templada voz de Blas Larrasa Galván el Canito (73 años), porquero desde chiquinino, acompaña y guía a la piara de cerdos ibéricos que come y hoza en esta finca de Vargas del Rey cercana a Jerez de los Caballeros (Badajoz). Los cochinos grises no levantan el hocico del suelo. Comen con fruición y descascarillan las bellotas de encina como adolescentes comiendo pipas a la salida del instituto. De tiempo en tiempo, como para refrescarse la boca, los marranos devoran manojos de húmedos tréboles y espigas de hierba. «El guarro es un animal que requiere compañía. Con compañía humana comen más. Si están solos, se echan», explica Larrasa mientras pega una calada a una de las sempiternas brevas que le acompañan en su tarea. «Acompañarlos. Esta es la misión del porquero en la montanera de toda la vida del mundo», filosofa Blas.

Caminamos por una de las cercas de esta finca de mil hectáreas donde medio millar de cerdos de Joselito se aparvan de bellotas gruesas como cartuchos. Tienen dos años de vida, pesan unas 8 arrobas (92 kilos) y en los tres meses de montanera que pasarán en estas dehesas extremeñas doblarán su tamaño y, lo más importante, sus carnes y sus grasas rebosarán de ese ácido oleico que los convierte en olivos con patas. Tras un curado de tres años con sal marina de Torrevieja, se convertirán en auténticos manjares, piezas de lujo que se alinean en abacerías como Harvey Nichols y Harrods (Londres) o en la milanesa Peck, codiciadas por connaisseurs que llegarán a pagar hasta 3.000 euros por alguna pieza excepcional, patas con cinco años en secaderos con mohos propios, registrados. «El jamón es riquísimo en quercetina, un antioxidante natural indicado en la prevención del cáncer», apunta José Gómez.

Pero los cochinos son todavía ajenos a ese futuro de sabor y joyería alimentaria. El día ha salido frío y la bruma matutina se ha condensado sobre la hierba, empapando el suelo verde de la dehesa. Los cerdos, jaleados por el Canito, se han instalado bajo una encina gigantesca, un espécimen centenario que constituye toda una rareza en este paisaje modelado por las manos pacientes y sabias de los extremeños. Por lo general, a las encinas se les dejan tres brazos, tres ramas de cruza. Pero este ejemplar memorioso tiene cuatro, cuatro vástagos enormes que dan alimento y sombra a cerca de un centenar de guarros, como una generosa madre tutelar y benéfica. «Cada nueve o diez años las talamos. Hay que dejar que entre la luz. Creamos capas, pisos, para que las ramas se carguen de bellotas», explica José Gómez Martín, director de Cárnicas Joselito, con su aire de tratante antiguo, con bastón trenzado y sombrero Borsalino burdeos en la cabeza.

Los más glotones, los cerdos más grandes y fuertes, constituyen la cabeza de la piara, los que dirigen los movimientos de la manada. Son los de Joselito animales tranquilos y capados, robustos, de color gris, apariencias blindadas y hechuras paquidérmicas. Algunos tienen rabos muy cortos y orejas sesgadas, mordidas cuando eran cochinillos, no por voracidad o canibalismo, si no por pura curiosidad. Las madres, «la sangre», que dicen los ganaderos de ibérico, descienden de Villalón y se custodian en una finca que llaman El Gaitán, nos informa Rafa Sousa. Así que, como comparten el mismo tronco y la misma herencia genética, todos tienen la misma capa, las mismas caretas enjutas y las mismas pezuñas negras, desgastadas ya por el trote campero.

«Comiendo son exquisitos»

Miles de encinas y alcornoques afectados

  • La seca, la gran amenaza

  • Un agente patógeno localizado en las raíces de las encinas (Phytophthora cinnamomi) que las pudre y provoca su muerte se ha convertido en el principal enemigo de la dehesa. En Joselito calculan que el mal afecta ya a un 35% de las 3,5-5 millones de hectáreas que ocupan las dehesas peninsulares. Miles de árboles han sufrido ya los efectos de esta plaga que se propaga de forma subterránea. Tamara Corcobado, de la Universidad de Extremadura, ha estudiado cómo puede incidir la humedad, la calidad y textura del suelo y la densidad de las raíces en su expansión. Empresas como Joselito tratan de mitigar los efectos de la seca y han replantado ya 80.000 encinas y alcornoques.

Llaman la atención los dos o tres anillos que cada animal luce en el fino hocico. Los piercings, como los llaman la gente del campo, y que se les colocan tres o cuatro veces en la vida. Si no fuera por ellos, destrozarían la dehesa en pocas horas, hozando y hundiendo el morro en el suelo, sin freno. ¿Han visto alguna vez los estropicios de un jabalí en una huerta o en un campo de golf? Pues imaginen lo que serían capaces de provocar en la dehesa las decenas de miles de cerdos ibéricos que se enseñorean en estos meses de esos vergeles nutricios, repletos de bellotas, el auténtico caviar de los pata negra. Cada jornada, animados por las voces sabias e inmemoriales de los porqueros, los cochinos trotan una media de 14 kilómetros y se meten al cuerpo entre 7 y 10 kilos de frutos de encina y alcornoque. «Comiendo son exquisitos, van floreando, tomando lo mejor», apunta Blas.

El resto de su tiempo lo pasan bebiendo en las charcas donde se «barrean» en verano para evitar quemarse por el sol, ya que no tienen pelo, o tumbados en sus camas, galpones con techados de zinc para evitarles los rigores. «Mejor que no vayan largo a beber, que tengan el agua cerca», razona el porquero. «La madre de su alimentación es la encina. Pero comen también hierba de cabeza, filetera, lechuguilla, trébol, carretón... que se ha sembrado en primavera».

Es fácil aproximarse a estos enormes guarros, algunos de casi 200 kilos. Pero si uno se acerca a menos de dos metros, se sienten importunados y abandonan su puesto con un hosco gruñido. En el suelo quedan los cascabullos, la cúpula de las bellotas, y un rastro de cáscaras y tierra removida. Lucen sanos, lustrosos, despiertos.

Camadas y alcornoques

«El cerdo por el culo dice la verdad», dice el Canito, hombre refranero, mientras deshace con la puntera de sus botas verdes de goma una cagarruta. Es gris y brillante, del mismo color que la piel de los marranos, y tiene una apariencia harinosa. Pura bellota bien digerida. «Somos monogástricos, como ellos. El guarro para engordar necesita relax; todo lo que no sea calma los estresa. Por eso se les tiene un cuido, se les acompaña para que se sientan protegidos y seguros. Dos o tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde. Con eso es suficiente. En cien días están hechos», cabecea el Canito prendiéndole mecha a otro veguero. «¿Dormir? Poco. En Extremadura decimos duermes menos que un cedo de vida», sonríe.

El cerdo arrastra una inmerecida mala fama. Su nombre remite a usos y costumbres insalubres cuando nuestro doméstico cochino es todo lo contrario. «El cerdo no caga donde duerme, como hacen ovejas, caballos o vacas», dice Blas.

José Gómez, cuarta generación de industriales dedicados a este negocio, recoge unos manojos de bellotas y explica que los alcornoques son capaces, algunos años, de dar hasta tres camadas. «Las brevas o de bastón, de septiembre; la manzanilla y la palomera», señala. «Este año se va a disfrutar la palomera», le apoya Blas.

En un aparte, el porquero, que nació en un chozo y fue camionero y tratante antes de regresar a su oficio infantil, vuelve a sorprender al forastero cuando le habla de las regulares visitas que hacen a las piaras los jabatos (jabalís), cochinos libres y salvajes, que «buscan la compañía» de sus paisanos y se arriman a sus camas para pasar la noche.

Pero como cenicientas de la dehesa, un par de horas antes de que con el amanecer los hombres asomen por la finca, abandonan a sus socios y se pierden entre los canchales, para regresar a la tertulia porcina cada noche. «El campo no tiene calendario. La época del sacrificio depende del tiempo de la bellota y eso no es una ciencia exacta. Hasta que no acabe, no sabremos cómo ha ido», cabecea Blas, un hombre cabal en Vargas del Rey.

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