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El valor de la semilla tecnológica

Las grandes multinacionales dedicadas a las semillas realizan enormes inversiones en investigación para garantizar la seguridad sanitaria y dotar al agricultor de las suficientes prestaciones como para hacer viable su explotación. Por ello, salvo pequeñas excepciones y las variedades tradicionales, su mercado está protegido

ANÁLISIS AGRARIO JUAN QUINTANA

Lunes, 6 de octubre 2014, 09:45

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NOS encontramos en plena época de siembra de cereal de invierno, en un contexto complicado para el agricultor, que ve como los precios caen de forma continuada en el mercado nacional; hasta un 30% de media con respecto a 2012. Un momento estratégico para el agricultor en el que debe valorar qué tipo de semilla utiliza. En esta situación es frecuente escuchar voces que ponen en cuestión la titularidad de las mismas y el pago de unos derechos de propiedad industrial. Es necesario recordar que las semillas son un input básico del agricultor y el primer eslabón de toda la cadena alimentaria. Es por tanto imprescindible que garanticen la seguridad sanitaria y doten de suficientes prestaciones al agricultor como para hacer viable su explotación. Por ello y a largo de los años, la semilla se ha convertido en una verdadera herramienta tecnológica, una realidad opuesta a lo que buena parte de la sociedad no agraria se imagina.

El agricultor es quien decide. Lo hace en función del precio y, no menos importante, de los beneficios agrarios que le ofrece cada semilla, lo que le permite obtener más producción, mejores calidades y reducir los costes de la explotación. Para ello, detrás de la semilla se encuentra un sector agroindustrial en el que las grandes multinacionales conviven con empresas medianas y pequeñas. Gran parte de ellas necesitan recuperar las enormes inversiones que realizan en I+D para poder seguir investigando y aportando nuevas herramientas tecnológicas, a la vez que rinden cuentas a sus accionistas. De hecho, se trata de uno de los sectores con más inversión en I+D, alrededor del 20%, por encima de otros altamente desarrollados, como la automoción, el farmacéutico, etc.

Por ello, pensar en un mercado en el que la semilla se pueda reproducir libremente, es como permitir el uso gratuito de los componentes de un equipo de marca, para construir otros con los que lucrarse.

Sin embargo, es cierto que existe una importante y razonable sensibilidad social por los pequeños agricultores. La llamada excepción del agricultor permite reproducir y utilizar semilla protegida a estos pequeños agricultores sin pago de royalties. Este privilegio se aplica en el caso de cultivos esenciales, como la patata, los cereales, forrajeras y algunas oleaginosas. Para el resto de los agricultores, el reempleo de semilla protegida para uso propio sí está gravado, pero un 40-50% menos de lo aplicado en caso de compra. También existe una segunda excepción para los mejoradores por la que se autoriza el uso de semilla protegida y su incorporación a su propio programa de mejora y obtención de nuevas variedades. Tampoco podemos olvidar que además de la semilla protegida, determinados centros públicos de investigación ponen en el mercado variedades, y que también existen variedades tradicionales no protegidas que son de libre uso por cualquier agricultor. Se trata de un mercado no protegido que oscila entre el 10-20%.

En cualquier caso, se esté o no de acuerdo, la ley concede a los obtentores unos derechos de propiedad industrial que les permite recuperar las inversiones realizadas, a la vez que aseguran el progreso sostenible de la agricultura. Sin esta protección, los programas de investigación serían inviables y nada impediría que terceros se beneficiaran comercialmente de forma fraudulenta.

Pero lo que es más importante de cara al agricultor y a la sociedad en general, es que de no proteger la semilla, se dejaría sin herramientas tecnológicas a los agricultores. Supondría dar un paso atrás en la mejora productiva, poniendo en riesgo el necesario aumento de la producción alimentaria. Todo ello sin olvidar que la caída de la productividad implicaría un incremento de precios en los alimentos y, en muchos casos, una renuncia a la mejora de sus cualidades nutricionales o a su misma disponibilidad en los mercados, factores que serían mucho más acusados en países en vías de desarrollo.

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