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J. R. ALONSO DE LA TORRE
Martes, 1 de septiembre 2009, 02:20
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Cáceres. Plaza de Santa María. Son las 11 de la mañana. Aparece una pareja joven. Son turistas. Se quedan admirados ante la imagen de San Pedro de Alcántara. Son devotos de San Antonio. Confunden al patrón de Extremadura con el santo de Padua. Pero en el fondo da lo mismo. Ella busca reconfortar su espíritu besando el grueso dedo, gastado por mil caricias, de un santo, sea el que sea. Ya compone un fruncido de labios. Ya está a punto de depositar su tributo de veneración en el canonizado pulgar. Pero de pronto, su pareja salta como un resorte, la agarra del brazo e impide el ósculo beato. "No, no te arriesgues, por si acaso.". Lo que es la vida: más de 1.000 años besando pies, besando mantos, abrazando apóstoles, dándonos santos 'croques' contra piedras benditas, introduciendo manos en oquedades miríficas y ha bastado una gripe para que cayéramos en la cuenta de que todos esos rituales reconfortantes, pero antihigiénicos, eran un festín para virus, bacterias y miasmas. En este punto se juntan dos contradicciones muy curiosas. Por un lado, besábamos religiosamente lo que fuera con tal de encontrar sosiego espiritual y esperanza, aunque en el manto, la piedra, el bronce o la madera hubiera millones de gérmenes acechando. Por otro, dejamos de besar por la amenaza de una gripe que primero llamaron porcina, luego mejicana, ahora la llaman A y en realidad es una gripe mediática que mata menos que cualquier otra, pero aterroriza más que ninguna. A la mujer de Santa María le pudo más la devoción que el pánico. Dudó ante el aviso de su pareja, pero acabó besando. Luego se volvió y dio en el clavo: "Esta gripe se la ha inventado Ramsfeld y ese tío no va a impedir que yo bese a San Antonio".
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