Piedra y papel o tijeras (y II)
EUGENIO FUENTES
Domingo, 9 de agosto 2009, 02:07
EN las últimas décadas, la ciudad de nuevo ha vuelto a florecer. La parte moderna se articula sobre un parque central, el Paseo de Cánovas, en el que, tarde o temprano, para bien o para mal, terminan por cruzarse todos sus habitantes, pero ha crecido en tamaño y en población y diferentes barriadas han desbordado el viejo núcleo urbano donde dormitaba. Por otro lado, ha ido abriendo o recuperando algunas de las herméticas torres de las murallas: Bujaco, Yerba, los Pozos y los Púlpitos. En cualquier entorno se puede elegir más de un restaurante y en las calles se oyen idiomas y acentos de todos los lugares del mundo.
Si el visitante, cansado de historia y de pasado, desea salir a campo abierto, la naturaleza de los alrededores ofrece paisajes de dehesas eternas o de enclaves donde los ríos rompen los espinazos de las sierras en entornos muy bien conservados: Monfragüe, Cornalvo, las Villuercas. No es que de las fuentes de todos los caminos mane agua mineral, pero la naturaleza no ha sido abrasada por industrias ni vertidos.
Ahora bien, el patrimonio artístico por sí solo no hace ganadora a una ciudad. Es necesario dar otros pasos, de modo que se asiente la Historia donde antes sólo había piedras. Es necesario que el interior de las murallas se llene de vida y de participación ciudadana, que las calles estén habitadas más por ciudadanos que por huéspedes y que sus habitantes no confundan el orden con la quietud ni la vitalidad con el caos. Es necesario que la ciudad entera se deje arrastrar por ese conocido anhelo que empuja a los pueblos de las llanuras que no tienen montañas a construir las torres más altas.
Para conseguir la capitalidad, Cáceres debe ofrecer su mejor imagen desde el momento en que los visitantes que vienen a juzgarnos columbren desde la autovía de Trujillo o de Plasencia las torres de la ciudad antigua, porque en una urbe moderna el campo empieza donde termina la ciudad; en una urbe atrasada, donde la ciudad termina empiezan los vertederos. Una vez llegados, los jueces deben ser recibidos por anfitriones amables, pero no untuosos; serviciales, pero no serviles; aspirantes, pero no pedigüeños; orgullosos de sus méritos, pero no arrogantes, de modo que al describir sus virtudes no desdeñen las virtudes de otras ciudades candidatas.
Para entonces, dentro de unos pocos meses, el asfalto no puede estar horadado, ni levantadas las losetas de las aceras, ni abolladas las señales de tráfico. Deberán estar podadas las ramas muertas de las acacias, a punto los aspersores que riegan el césped y alcanzarán la altura adecuada los chorros de las fuentes. Los relojes de las torres no dormitarán atrasados ni un minuto y en ninguna farola se mantendrá una bombilla fundida.
Esas dos virtudes -patrimonio y participación, la piedra y el papel-, la implicación de sus habitantes y un buen proyecto que las llene de contenido y las ponga en marcha serán suficientes para competir con solvencia y no quedar cortada con el primer tijeretazo. Eso es lo importante y decisivo. Lo demás resulta secundario, una mera contingencia. Da igual que el gobernante o el gestor de ahora mismo se llame Saponi o Heras o Vela, del mismo modo que ante un buen libro importa menos el nombre de su actual propietario que las ideas, la historia narrada o las palabras que contiene. Lo primero es transitorio, lo segundo es eterno.
Cáceres, pues, no debe aparentar más de lo que es ni simular grandezas que no tiene. Hay ciudades candidatas con más población, hay otras que pertenecen a regiones o a comunidades más ricas o más turísticas que disponen de la ayuda del mar y de los puentes, y hay otras, en fin, que han puesto sobre la mesa más recursos y han conseguido ir más deprisa en la carrera de la candidatura. Claro que aún sufrimos carencias: todavía los edificios más altos de esta ciudad son las iglesias, cuando un signo de modernidad de las ciudades del mundo es que sus torres más altas alberguen hoteles u oficinas. Todavía con frecuencia miramos a quien es diferente a nosotros -por costumbres, cultura, religión, idioma, color de piel- como si fuera algo exótico. Todavía, ante un atrevimiento arquitectónico o estructural, nos invade el miedo a la novedad y derramamos sobre la ciudad una sustancia embalsamadora que deje las cosas como están. Todavía en la parte antigua se echa de menos alguna otra fuente que haga brotar agua de las piedras.
Pero la capitalidad cultural no sólo se le concede a una ciudad por lo que ya tiene y por los méritos que ha alcanzado, también por lo que puede tener y aún le falta y a cuyo logro se aplican sus habitantes. Y, de entre las candidatas, posiblemente no haya ninguna que como Cáceres, ofreciendo posibilidades para todo, haya recibido tan poco.