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OPINIÓN

Teoría del beso

JOSÉ MARÍA PEÑA VÁZQUEZ

Miércoles, 8 de julio 2009, 02:22

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EN la teoría del beso como fenómeno arquetípico del sentimiento, de la sensualidad y del erotismo, caben tantas cábalas a cerca de su sentido y de las sensaciones que está llamada a tener esta expresión física de los afectos que darían para un libro bastante gordo. Por lo pronto, señalaré la estrecha relación del beso con la canción. En la España de los años cincuenta del pasado siglo cabe destacar la pujanza del bolero en nuestros bailes, tanto en los guateques caseros, en las veladas de ferias o en las salas de fiestas de no pocas capitales de provincia y por supuesto en las de Madrid y Barcelona. En las canciones de aquellos tiempos, la letra, con muchos besos, y la música pegadiza nos hacían soñar con la entrega del beso mientras los ritmos, en plena pieza de baile, nos permitían intentar una aproximación que desembocaba justamente en el beso a hurtadillas que pocas veces pasaba del roce de los labios en la mejilla de la chica con la que bailábamos 'agarrado'.

Con ser cierto este apunte de la resistencia de la mujer al beso masculino en nuestro pretérito sentimental de los años cincuenta, es sin embargo, de la década anterior la sublimación de la excelencia del beso hispano. En efecto, fue en 1945, en plena posguerra y en vigor la pública exaltación de los valores patrios vinculados al nacional-catolicismo, cuando surge la definición de los alcances permitidos para el beso. La inolvidable Celia Gámez estrenó en el Teatro Alcázar de Madrid la Revista 'La estrella de Egipto' en la que el número principal lo constituía el pasodoble cantado por aquélla, marcando los límites y condiciones para que fuera lícito el beso entre españoles. No hará falta que incluyamos aquí el mítico (bueno, por lo menos tópico y castizo) texto de Andrés Ortega con la música del maestro Moraleda: 'La española cuando besa es que besa de verdad / y a ninguna le interesa besar por frivolidad, etc., etc.'

Ello no obstante, de fuera nos vendría por esos años la consagración social y pública del beso como expresión amorosa. Es de Francia en plena guerra mundial, 1941, la estampa de una pareja joven en plena calle de París dándose un beso en la boca, sin ninguna turbación, con el fondo del ayuntamiento, mientras los transeúntes no dan la menor muestra de extrañeza ni reprobación. Esta foto del famoso Robert Doisneau daría la vuelta al mundo y en España se introdujo por el turismo a Francia de los años sesenta y setenta, quedando entre la progresía como adorno del salón junto al emblema del republicanismo romántico del Guernica de Picasso. La fotografía de Doisneau, símbolo de la permisividad y la tolerancia, acaso de libertad sexual, hay que advertir que no es espontánea sino preparada y de algún modo ensayada, pero se ha constituido en muestra de lo que su autor pretendió patentizar.

Hoy la ciudadanía ha popularizado el beso, a través del cine y los medios, como expresión de su belleza implícita en los afectos, si va acompañado de dignidad, pero lo cierto es que pedimos y damos besos por cualquier futilidad.

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