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Alejandro Guijarro (16 años), Eustasio Galayo (81) e Ismael Cano (41). / ANDY SOLÉ
Entresijos del reino de la cereza
esta campaña recolectarán más de 25 millones de kilos

Entresijos del reino de la cereza

Pasada la avalancha de turistas en busca del valle florido, el Jerte cambia del blanco al rojo y encara la temporada más dura del año: toca recoger 25 millones de kilos a mano

ANTONIO J. ARMERO

Domingo, 31 de mayo 2009, 21:24

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Estos días no hay descanso en el Valle del Jerte. Se trabaja los lunes, los martes, los miércoles, los jueves, los viernes, los sábados y los domingos. Y ni siquiera hay que esperar a que amanezca. La jornada arranca en cuanto el día empieza a clarear, y dura lo que el cuerpo aguanta. Y mal asunto si no soporta las diez horas diarias. Bien claro lo dice Ismael, con la cara metida entre las ramas más altas del árbol: «Los recolectores no tenemos horario ni días de la semana ni nada».

En época de cerezas, eso son zarandajas, parece pensar Eustasio Galayo, hombre vivaracho, simpático, hablador, campechano y remolón a la hora de declarar su edad. «Yo nací en un cerezo», dice a modo de eslogan. Aunque en su finca los tiene centenarios y bicentenarios, la mayoría de los árboles entre los que se mueve con soltura son más jóvenes que él. «¿Cuántos dirías tú que tengo?», pregunta capciosamente. Escucha lo de «sesenta y pico» y esboza una sonrisa malévola. «Sesenta y cinco», le propone a renglón seguido el fotógrafo. Y otra vez, contesta con esa picardía de gesto y de silencio. Eustasio dejará de pasar media hora larga hasta confesar que tiene 81, y avalarlo llevándose la mano al bolsillo, sacando su cartera y enseñando orgulloso el DNI.

Todo ocurre entre una frondosidad de árboles tal que esconde la carretera y corta el horizonte, y entre un silencio relajante que pudiera parecer buscado pero es genuino. Un ambiente calmo y sugerente, de naturaleza viva y agricultores concentrados en la faena. Sentado a la sombra que regala el árbol que exploran los tres recolectores de cerezas, llega al oído un sonido seductor, que una vez identificado, despierta el apetito. 'Clac', 'clac', clac'. De forma leve, quieta, siempre mediando un segundo entre golpe y golpe. Un automatismo delicioso. 'Clac', 'clac', 'clac'. Cada 'clac' es un ramo de cerezas que dice adiós al árbol en el que se ha criado.

Ese sonido es el punto iniciático de un viaje con múltiples destinos. Unas pasarán primero a una furgoneta y de allí a una pequeña tienda en Cabezuela, en Navaconcejo, en Valdastillas, en Jerte o en Piornal. Y otras muchas, la mayoría, subirán a un camión rumbo lo mismo a Plasencia que a Amsterdam, a Badajoz que a Roma, a Cáceres, a Londres, a Mercamadrid, a Berlín o a los Emiratos Árabes Unidos, a Dubai, quién sabe si para que alguien se las coma en forma de tarta y pague un dineral por ello en el único hotel de siete estrellas que hay en el mundo. Es el último mercado que ha conquistado la cereza del Jerte, la fruta más glamourosa de Extremadura, la única que, al margen de los tomates rosas, ha tenido programa de televisión propio -con Julia Otero al frente-, la pieza que estos días cambia la vida a un millar de vecinos del Valle del Jerte, en el norte extremeño.

De 50 a 60 euros al día

Que cada jornada de trabajo dure diez horas tiene su explicación, y resulta fácil de entender. Para alguien contratado ex profeso para esta campaña, supone ganar seis euros a la hora, o sea, de cincuenta a sesenta al día, lo que asegura unos seiscientos cada semana, o lo que es lo mismo, un sueldo mensual de 2.400 euros, que multiplicado por los dos que viene a durar la campaña -quizás un par de semanas más, depende del año- garantiza una vuelta a la vida normal (llámese albañilería, oficina, los estudios o el paro) con cinco mil euros en el bolsillo. «Son dos meses de paliza, pero te merece la pena económicamente», atestigua Ismael (41 años), que hoy recoge cerezas, mañana ayuda a restaurar la catedral de Plasencia y pasado acicala el jardín de alguna buena casa de la zona.

Desde el 2 de mayo, su rutina es invariable. Suena el despertador a las seis de la mañana, antes de las siete está en el campo subido a algún cerezo, y se baja de él a la una. Se concede un par de horas para comer y descansar, y a las tres, con el sol inundándolo todo, ya está de vuelta a la parcela, hasta las siete. Así cada día, hasta mediados de julio si no media una catástrofe en forma de granizo que destroce la cosecha. El terreno en el que trabaja no es de su propiedad, ni de ningún familiar. Es de Eustasio, y entre los dos, el negocio está bien claro: uno pone los árboles, el otro la mano de obra y se reparten los beneficios al cincuenta por ciento.

Lo común, sin embargo, no es eso. Es mucho más frecuente que la propiedad, habitualmente pequeña, sea de una familia, y que entre padres, abuelos, nietos, sobrinos, cuñados, primos, suegras y amigos se encarguen de recoger la fruta, de modo que la renta obtenida con la venta se reparte equitativamente en función de lo que aporta cada uno. En esto, la cereza es diferente a otros frutos del campo extremeño. Aquí, la figura del temporero es marginal. Haberlos haylos, pero son la excepción. «En todas las cooperativas hay alguien contratado sólo para esta época, y algunos propietarios tienen la necesidad de pagar a una o a dos personas para que les ayuden, pero lo normal es que se apañen entre la familia», cuenta Ángel María Prieto, piornalego de 53 años, agricultor desde siempre y actual presidente de la Agrupación de Cooperativas del Valle del Jerte.

Avalancha de currículos

Él pinta un panorama fiel a la realidad, pero muy distinto a lo que se vive en esas instalaciones a las que acude cada día. En la agrupación sí necesitan mano de obra para la campaña de recogida, porque estos días les llegan millones de cerezas que hay que preparar para la venta. «Otros años nos las veíamos negras para tener quinientas personas -explica el presidente-, y este ya tenemos quinientas contratadas ahora mismo y otros quinientos currículos de gente que está esperando a ver si les llamamos». Cómo no, la crisis. Las peticiones de trabajo subiendo y los precios bajando.

Para compensar, el invierno y el otoño han sido aliados. «Tenemos una cosecha bárbara», dice Eustasio, que para el trabajo más duro del año se ayuda de los aperos de toda la vida: la cesta de tiras de madera de castaño entrelazadas y el garabato, un palo de madera en forma de 'v' invertida que sirve para colgar la cesta en alguna rama o para acarrearla al hombro sin tener que sujetarla. En realidad, la recogida de cerezas del siglo XXI no es muy diferente a la que se hacía en el XX. Se mantienen las herramientas, incluida la escalera de hierro para llegar a las ramas más altas; pervive la selección a mano de cada pieza, una a una, y si acaso, la tarea es algo más sencilla gracias al calibrador, una tabla de cartón o plástico con agujeros de distintos tamaños por los que meter el fruto para comprobar su calibre. Porque en las cerezas, el tamaño sí importa.

Las más pequeñas miden 22 milímetros y se pagan a 0,80 euros el kilo, y las más grandes, 32, por las que el productor puede conseguir en torno a 2,5 euros por cada kilo. La norma es que esta parte del proceso, el inmediatamente posterior a la recogida, la hagan mujeres. Aún así, es más fácil ver a alguna de ellas subida a un árbol que a ellos ante una mesa derivando piezas a una caja u otra. Una de esas mujeres del lugar que anda sobrada de horas extras a sus espaldas cada primavera es Pilar Iglesias. Es mediodía y la puerta de su almacén, en la travesía de la N-110 en Cabezuela del Valle, está abierta. A pie de acera, una cartel grande: 'Se venden cerezas'. Dentro, ella y su sobrina trabajando sin parar. «Durante la campaña estamos de siete de la mañana a siete de la tarde, descansando una hora para comer», explica la mujer. «Aquí estás todo el día de pie, mientras que en la finca, en los árboles, te mueves más», apunta su sobrina, que se ha concedido una pausa para echar el cigarrillo, que merecido lo tiene. «Hoy no tenemos tanto, pero ayer -cuenta la joven- nos hicimos entre las dos un palé entero». O sea: en una jornada laboral pasaron por sus manos 350 cajones de dos kilogramos cada uno, o sea, 700 kilos de cerezas. La producción prevista para este año ronda los 25 millones de kilos, de los que 8,5 serán de picota, la variedad más apreciada, que sólo se da en este lugar del mundo, la única protegida por una denominación de origen (junto a la navalinda), y entre la que hay que distinguir cuatro tipos: pico limón negro, pico negro, pico colorado y ambrunés, esta última la mejor según los que saben.

No hay demasiadas de estas últimas entre las que manejan Pilar y su sobrina, porque la picota es tardía, y ahora no abunda. Esa escena de las dos paisanas comprobando una por una el tamaño de cada cereza bajo techo, en un almacén, se puede ver aún en el campo, a la sombra de algún árbol, entre bancales de tierra. Es otra prueba de que en el Jerte, estos días, hay rutinas que sobreviven a la modernidad. «¡Anda que no he dormido yo noches al sereno, con las bestias! Entonces las recogíamos a destajo, y cuando teníamos cien o ciento veinte kilos lo dejábamos, pero ahora antes había una décima parte de los cerezos que hay ahora», recuerda Eustasio.

Gracias a la furgoneta

La generalización del automóvil -de la furgoneta, más bien-, acabó con las noches de manta y manga larga en el campo. El coche permite desde hace años algo que antes era imposible: ir y venir de la casa a la finca en el día El anciano que para nada lo parece -«Soy el tío más viejo que conduce en Cabezuela», asegura Eustasio- anda entre sus árboles fijándose en todo. Se detiene junto a uno, selecciona una rama, escoge unas cuantas cerezas, las parte con dos dedos -'clac'- y las pone en las manos de los visitantes.

Hombre de campo, sabio y precavido -«por más que me preguntes no te voy a decir cuántos árboles tengo», zanja a la tercera vez que se le plantea la misma cuestión-, llama la atención sobre algo trascendente: lo que hay tras esa fruta con tan buena fama. «Hay muchísimo trabajo. Cada árbol está curado tres veces, y ahora toca la recogida... Yo he sido un recogedor de los normalitos, pero te digo que aquí no hay truco ninguno más que el trabajo, que el único truco que hay es que el cerezo esté bien cargado». Y concluye con una observación para el manual del buen recogedor. «La cereza -dice Eustasio Galayo- es muy señorita para recogerla».

Así debe ser cuando hoy la labor se hace casi igual que hace medio siglo, con la cesta de madera de castaño en el suelo, el garabato al hombro y peleándole al sol los minutos de faena. Con los hombres menos duchos en las ramas bajas y los jóvenes y expertos en la escalera de hierro, perdida su figura entre hojas verdes y ese fruto rojo, delicado, que da fama a un valle y a su río, y que procura sustento a unos cuantos cientos de familias. Para ellas, durante dos meses cada año, entre la primavera y el verano, no existen días festivos ni libranzas ni domingos para sentarse a leer los reportajes del periódico.

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