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SOCIEDAD

El origen del lujo: placer y negocio

Colbert, ministro de Finanzas de Luis XIV, impulsó la industria de la moda y del buen gusto para situar a Francia en la cima del comercio internacional

IÑAKI ESTEBAN

Domingo, 25 de enero 2009, 02:17

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En sus poemas a favor de lo mundano, escribió Voltaire: «Lo superfluo, cosa bien necesaria». Superfluo significaba para el 'philosophe' la belleza de los adornos, la estética del artificio dentro del buen gusto mostrado como marca de distinción por la aristocracia y la alta burguesía, una frivolidad que enriquecía a productores y comerciantes de telas, prendas, joyas y muebles de alto nivel, y que llegó a significar un importante nicho económico para Francia. Voltaire reiteraba lo que años antes había mantenido Jean-Baptiste Colbert, el ministro de Finanzas de Luis XIV que impulsó unas industrias -sedas, cristalerías, porcelanas, etc.- para promocionar el consumo interior y las exportaciones, y así generar empleo para sus compatriotas pues, al contrario de lo que hoy se estila, nada debía hacerse fuera de las fronteras francesas. A este panorama dedica Joan DeJean un estudio ameno y revelador, rico en datos, que lleva el título de 'La esencia del estilo. Historia e invención de la moda y el lujo contemporáneo' (Nerea). Luis XIV (1660-1715) tiene en esta historia un papel protagonista, no sólo por dejar que Colbert pusiera en práctica sus ideas proteccionistas, sino también porque fue un tipo atildado que quiso aumentar la leyenda de su país, y la suya propia, a base de liderar mundialmente lo 'chic' y convertirlo en máxima regla para aquel que quisiera pintar algo en la sociedad. El mundo, o al menos una parte de él, cambió con el nacimiento del lujo. «Experiencias que van desde cenar en un exquisito restaurante hasta comprar algún complemento de moda 'imprescindible' o un anillo de diamantes en una tienda elegante; productos de lujo como el champán, o algunos de los productos que más deseamos saborear acompañando al champán (la crème brûlée, por ejemplo: todos ellos surgieron al mismo tiempo», escribe. París le ganó la partida a Londres, Venecia y Amsterdam y se encumbró como la ciudad de la elegancia, de la sofistificación y del amor. La industria de la moda dio con el concepto de 'temporada', mientras Colbert, que también fue un lince del márketing, consiguió que Luis XIV fuera admirado en Europa por su imagen y que ésta fuera copiado por un público amplio, aunque no popular precisamente, y muy lejos de lo que hoy consideraríamos como las 'masas'. Alta costura y cocina La alta costura y la alta cocina pasaron a ser las grandes marcas francesas, como los peluqueros, que empezaron a abrir sus establecimientos cerca del Louvre, a los que acudían los turistas con dinero para presumir en sus países de llevar el último peinado de París. El mismo acto de comprar cambió, ya que los comerciantes abrieron sus tiendas con una cuidada decoración y pusieron al frente a mujeres atractivas y bien vestidas. Los clientes compraban por la simple satisfacción de hacerlo. «Ir de tiendas se convirtió en una clase de experiencia que naciones de simples tenderos no podrían entender jamás, un teatro donde los consumidores gastaban dinero porque sentían que sus vidas cambiaban, de alguna manera, con tal experiencia», escribe DeJean. En 1678 nació 'Le Mercure Galant', el primer periódico dirigido a informar sobre el mundo de la moda, en la que también se ofrecían recomendaciones de belleza. Algunas, no demasiadas placenteras, según le comentaba la famosa marquesa de Sévigné a su hija en una carta, en la que le detallaba los sufrimientos - «dormir con cien rodillos»- por los que tenían que pasar las mujeres para mantener la cabellera como una 'cabeza de col'. Una de las mayores obsesiones de Luis XIV fueron los zapatos, de modo que los zapateros agrandaron a finales del XVII su importancia dentro de la moda. El monarca tenía unas largas piernas y muchas ganas de enseñarlas, para lo cual tuvo acortar los jubones y limitar las botas altas a la monta de caballo y la caza. El zapato para el hombre se afeminó. Se impuso el tacón y se quitó el talón hasta dejarlo abierto por detrás. También reinó el zapato-bota, símbolo del refinamiento. Mirar y ser mirado, una actitud que luego rescató Baudelaire como símbolo de la modernidad, se convirtió en una de las mayores preocupaciones de la ociosa aristocracia. No es extraño entonces que el uso de los espejos experimentara un enorme auge en el que, cómo no, Colbert también tuvo un papel determinante. El espejo era artículo muy caro, símbolo de lujo y poder, que en su práctica totalidad se fabricaba en Venecia. Colbert se propuso terminar con el monopolio veneciano y lo hizo a través de cuantiosas subvenciones para crear un industria propia, lo que creó un enconado conflicto diplomático con la república italiana. Los franceses también ganaron esta batalla, si bien el cristal reflectante continuó siendo un artículo sólo apto para grandes fortunas que, como Luis XIV en su palacio de Versalles, montaban galerías de espejos en sus casas y alardeaban de ellas como una de sus más preciadas posesiones. Culto a la apariencia El volteriano mundo de los salones parisinos, posterior al Rey Sol, heredó el culto a la apariencia, si bien le añadió la sofisticación de la palabra y la pasión por el conocimiento. Y con la Revolución Francesa surgió la voz de las mujeres del Tercer Estado, que en los 'cahiers de doléances' (libros de quejas) pedían medidas sanitarias, educación para sus hijos y la mejora en el trato para las prostitutas, más que preocuparse por los 'trapos'. Quizá un breve capítulo sobre estos dos tiempos en el libro de DeJoan, que se detiene en el reinado de Luis XIV, habría adelantado la evolución de un panorama que ella misma describe con precisión y agilidad para seducir al lector. El mundo cambió pero la moda se mantuvo. Otra vez Baudelaire, ya en el romanticismo y en el comienzo de la modernidad estética, la alabó como el elemento efímero, transitorio y grácil de la «circunstancia», es decir, del presente, que sin embargo tiene que combinarse con lo eterno o esencial para adquirir empaque. En la época moderna se asentó también el consumidor menos lujoso pero igualmente 'víctima' de la novedad y del ver y dejarse ver. Hasta hoy, cuando ya sólo parece haber consumidores.

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