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OPINION

La luz de la plaza

EUGENIO FUENTES

Domingo, 18 de enero 2009, 02:33

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UNA de las razones por las que las obras de Miguel Ángel Buonarroti siguen estremeciéndonos cinco siglos después es la feroz independencia que transmite el proceso de su creación. Además de talento y energía, Miguel Ángel tuvo la virtud de permanecer ajeno a las opiniones de las modas, a todo lo que no fuera su inspiración y su idea personal de la belleza. Esa independencia le acarreó conflictos con su familia, que no veía con buenos ojos que se dedicara al arte, un oficio por entonces desprestigiado: al artista no se le concedía la misma credibilidad que a cualquier cortesano o condottiero; con el poder político de Florencia, de donde tuvo que exiliarse varias veces; con el Papa Julio II, con quien mantuvo ásperas discusiones a lo largo de años con motivo de la construcción y decorado del Vaticano, la basílica más grande del mundo hasta que llegó la inmoralidad de Yamoussoukro. Pero también tuvo fricciones con algunos críticos. Al contemplar la Pietá, uno de ellos le reprochó que hubiera representando a la Virgen como a una niña-madre de dieciocho años que sostiene en sus rodillas a un hijo de treinta y tres. Miguel Ángel, al crear sus obras, ni pensaba en su familia, ni pensaba en los Médicis, ni pensaba en el Papa, ni pensaba en los críticos. Pensaba en sí mismo, en lo que la vida le había enseñado sobre el dolor, la compasión, la belleza, la vida y la muerte. Y pensaba también en la luz de la plaza. En cierta ocasión Miguel Ángel visitó a un amigo escultor que, en su taller, se esforzaba por colocar en diferentes ángulos una estatua, de tal forma que se viera favorecida por la luz que entraba por las ventanas. Al ver sus afanes, Miguel Ángel le dijo a su amigo escultor: -No te esfuerces tanto. Lo que importa es la luz de la plaza. Me gusta recordar esta anécdota de Miguel Ángel. A la postre, más allá de los esfuerzos del marketing para colocar un producto en los escaparates mejor iluminados, en paneles, vallas y faldones de periódicos, y también más allá de algunos críticos que se esfuerzan y desvelan por airear los talentos de sus protegidos, por iluminar desde fuera obras que no emiten ninguna luz interior, por dar vueltas y marear figuras vanas, la luz de la plaza es un juez insobornable que pondrá a prueba la armonía o el desequilibrio, la belleza o la fealdad, la solidez o la debilidad de la estatua. Ahí fuera, a lo largo del tiempo y a la vista de todos, al alcance de la espontaneidad de los niños y del análisis de los sabios, recibiendo desde todos los ángulos la luz de la mañana, del mediodía y del crepúsculo, no podrá engañar a todo el mundo. Los cambios de temperatura bajo el sol del verano o bajo las heladas invernales desafiarán su temple y harán que la estatua se desmorone por su inconsistencia o resista el paso del tiempo. Ahí fuera el viento despojará las máscaras que cubren los rostros, lanzará por el aire los sombreros y las pelucas y terminará derribando a quien se ha empinado sobre zancos. A la luz de la plaza la obra no es otra cosa que lo que es. Claro que eso acarrea algunos inconvenientes. En el centro del ágora, sin techo bajo el que cobijarse, no faltan los peligros. Se corre el riesgo de las mutilaciones. En cualquier momento un vándalo puede romperle un brazo de mármol a la estatua de la diosa, y será necesaria protegerla con sacos de arena cuando caigan las bombas de los totalitarismos. También habrá ocasión para que la pisoteen las botas de los miserables o para que cualquier inquisidor arrime combustible hasta sus piernas e intente prenderle fuego. Pero sólo bajo la luz de la plaza podrá pasar esas pruebas. Si sobrevive al martillo y a la bomba, al óxido de la lluvia ácida y a la hoguera del auto sacramental, a las heces de las plagas de estorninos y al humo de los motores envenenados por la velocidad, a las pintadas que pretendan variar la expresión de su rostro y a los temblores del suelo socavado por túneles y alcantarillas...Si resiste la sed cuando le cierren el grifo de la fuente cercana y el peso de los niños que se suban a sus hombros... Si logra sobrevivir a todo eso los cien primeros años, luego nadie podrá derribarla. Cuando al fin se apague el brillo de las gigantes pantallas planas y callen los altavoces y se retire el público, cansado de espectáculo, y se vacíe la plaza, allí seguirá la estatua, esperando sin prisas el amanecer del día siguiente. Pero no sólo en el arte los manejos entre bambalinas crean un ambiente viciado, propicio a las malas interpretaciones, a las enemistades y a las cicatrices. También en la política, y en la economía, y en el deporte todo iría mejor y sería más limpio el mundo y habría más posibilidades de alcanzar acuerdos si se expusieran los asuntos públicos y se dirimieran las diferencias a la luz de la plaza. Miguel Ángel no pensaba en su familia, ni en los Médicis, ni en el Papa, ni en los críticos. Pensaba en sí mismo, lo que la vida le había enseñado

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