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OPINION

El grande entre vosotros es el menor de todos

Detrás de una bofetada hay un niño despreciado, un niño con miedo, al que se le impide expresar sus deseos, al que se le castra para ser portavoz por sí mismo de lo que siente o no entiende; al que usted le niega, si le levanta la mano, la hermosa posibilidad de educarlo, explicándole lo que no es correcto

CARMEN FERNÁNDEZ-DAZA ÁLVAREZ

Jueves, 18 de diciembre 2008, 01:51

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HACE más de dos mil años de aquel mensaje evangélico y de la límpida condena a los adultos que provocaran con la palabra o con los hechos cualquier daño o ruina espiritual al prójimo, que es lo que en español significa escándalo desde su trasunto idéntico en griego; un delito moral que se agiganta en su gravedad si ese prójimo es un niño: «al que escandalizase a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le colgasen del cuello una piedra de molino de las que mueven los asnos y lo arrojasen al mar» (Mc. 9, 42). Y es que el niño cree porque vive en la confianza, porque cuando es ultrajado no responde con ultrajes y cuando es maltratado no amenaza. Sufre. Estos días, recibíamos con esperanza la campaña publicitaria del Gobierno de España contra el maltrato infantil a través de mensajes televisados, fruto de los compromisos aprobados el 16 de junio de 2006; mas, a la par, contemplábamos también cómo, en ciertas tertulias servidas en la pequeña pantalla, un grueso número de participantes arropaban la bonanza del cachete, de la bofetada 'terapéutica', y algunos, para mi asombro, lo hacían fundamentando sus alegaciones en el principio de la costumbre, en el modo heredado en una continuidad histórica sobre el modo de 'corregir'. Hace escasamente un mes leía un interesante ensayo firmado en 1866 por un paisano mío, Luis Fernández Golfín: Breves apuntes sobre las cuestiones más importantes de la Isla de Cuba. Dejando a un lado su lúcida interpretación de otras cuestiones, quien les escribe debió hacer un esfuerzo histórico, colocarse las lentes con las que leer otro tiempo, para que ciertas ideas vertidas allí sobre la esclavitud justificada no le repugnasen. Ciento cuarenta años es ayer en Historia, y este recuerdo, mientras redacto este artículo no es baladí ni caprichoso. Porque ¿alguno de ustedes podría justificar hoy la esclavitud fundamentando su argumentación en el solo criterio de su milenaria pervivencia entre nosotros? ¿Cómo es posible entonces que otro tipo de esclavitud, porque se hace depender al indefenso por el miedo, se pueda defender hoy? ¿Cómo es posible escuchar en el siglo XXI a ciertos padres justificando su actitud con ese fundamento de «a mi me pegaron y no me pasó nada»? Pegar a un niño es humillar lo más excelente del tejido social y jamás puede tener justificación, ni tampoco existen en ello los límites. Hay algunos padres que, ya inmersos en esa costumbre de la bofetada, utilizan el castigo físico para enmendar realidades en las que es ajena la propia voluntad del niño, problemas que dependen de un trastorno del sueño o de una mera ley física como la gravedad: levantan las manos si un niño se orina en la cama y vuelven a levantarlas si inintencionadamente provocan la ruptura de un objeto por no haberlo sujetado bien. Casi siempre detrás de una bofetada o de un azote existe un adulto con problemas internos o externos, que se pone nervioso o que no puede controlar su ira y que elige para su desahogo una salida rápida, humillando al indefenso, porque además hieren con la ventaja de saber que el amor del niño es tan puro que, a pesar del maltrato, el niño seguirá queriéndoles, seguirá confiando en sus padres. Algunas asociaciones como PRODENI han empezado a recoger el sentir vivísimo de mucho adultos que pugnamos por la reforma del ambiguo apartado segundo del artículo 154 del Código Civil para evitar la posible interpretación jurídica que justifique los castigos físicos de padres a hijos, porque «corregir moderadamente a un niño» para algunos progenitores se entiende como equivalente a no propinarles una paliza incuestionable por sus secuelas físicas. Quien les escribe trabaja, además de ser madre, por su dedicación universitaria, junto a profesionales cualificadísimos en la pedagogía, el trabajo social, la psicología o el derecho y conoce por ello, de primera mano y desde distintas parcelas, este mal que debemos erradicar pronto. Un niño no es propiedad de sus padres, ni para quienes nos confesamos abiertamente cristianos, ni para aquellos que creen y han firmado, lejos de todo sentimiento religioso, la Convención de los Derechos del Niño de 1989. Piense, por favor, que detrás de una bofetada hay un niño despreciado, un niño con miedo, al que se le impide expresar sus deseos, al que se le castra para ser portavoz por sí mismo de lo que siente o no entiende; al que usted le niega, si le levanta la mano, la hermosa posibilidad de educarlo, explicándole lo que no es correcto. Piense que está atentando contra su integridad psíquica, contra la persona que ya es, y que ha de ser adulto en el futuro. Aún no alcanzo a comprender cómo alguien puede propinar un cachetazo mirando la infinita mansedumbre y ternura que sostienen los ojos de los niños. Si tu mano es para ti la ocasión del pecado, ya sabes la recomendación clarísima de aquel mensaje: «córtatela» (Mc. 9, 43).

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