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LA VUELTA DE GODOY

Luces y sombras (I)

PPLL

Lunes, 31 de diciembre 2007, 11:23

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Manuel Godoy no fue el amante de la Reina ni Carlos IV fue testa doblemente coronada. La historia ginecológica de Mª Luisa bastaría para desmentir el absurdo de tales relaciones. Pero es que los enemigos de Godoy -¿y mira si los tuvo !- nunca pudieron aportar ni una sola prueba de los supuestos favores ilícitos. Mas aún: el análisis psicológico de la correspondencia íntima de Godoy con los Reyes, secuestrada por Fernando VII tras el motín de Aranjuez, demuestra que las relaciones entre ellos no fueron las de un menage à trois de sainete, sino más bien las propias de un hijo con sus padres, con todas las tensiones añadidas que acarrea el ejercicio del poder. Godoy permaneció junto a los Reyes hasta la muerte. La atracción sexual, aparte de inestable y pasajera, no constituye vínculos tan fuertes y duraderos como los que crean la gratitud recíproca y la dependencia psicológica.

Godoy no debió su fulgurante ascenso a la entrepierna. Esa explicación castiza, de tanto predicamento entre españoles, es la que plasmó Goya al representarlo tras la Guerra de las Naranjas tumbado en el triclinio leyendo la última carta de los Reyes, con un bastón entre las piernas del que cuelgan dos pequeñas borlas. Godoy fue una criatura fabricada por los Reyes, que siendo Príncipes de Asturias habían sufrido ya la amarga experiencia de verse convertidos en juguete en manos de facciones rivales. Cuando acceden al trono, coincidiendo con la Revolución Francesa, le dan su oportunidad a golillas y aragoneses. Pero tanto Floridablanca como Aranda fracasan, son arrollados por los vertiginosos acontecimientos allende los Pirineos. Los Reyes ponen entonces toda su confianza en el joven extremeño y se ven obligados a promocionarlo a una velocidad igualmente vertiginosa. Hasta el punto de hacerlo de su propia familia, casándolo con Mª Teresa de Borbón y creando para él el título inédito de Príncipe de la Paz. Colmarlo de honores y riquezas fue el procedimiento para asegurarse su lealtad. ¿Cómo iba a fallarles quien todo se lo debía y, en caso de traición, todo lo perdería?

Godoy, como secretario de Estado y Príncipe de la Paz en su primera etapa de gobierno, y en la segunda como superministro, no gozó en ningún momento del poder omnímodo que se le atribuye. Por encima de él estuvo siempre la voluntad de Carlos IV, muy lejos de ser un idiota bonachón, aunque lo pareciese de cara. Al menos debemos reconocerle que tuvo vista para elegir con tino quien le sacara las castañas del fuego. Godoy fue contrariado por los reyes en numerosos asuntos particulares (le negaron permiso para viajar por Europa en 1798), de política interior ( Jovellanos, Inquisición, cierre del Instituto Pestalozziano ) y de política exterior. Recordemos tan solo la negativa del monarca a bajar de Aranjuez a Sevilla, que le costó el trono. El Príncipe de la Paz, pues, nunca gozó de manos libres. «Yo tengo títulos que parecen ser adornos como se pueden poner a un mono » - escribió quejoso-. Aunque aparentase ser el amo de España, fue sólo el resignado ejecutor de las directrices de los Reyes: báculo, cortafuegos, pararrayos. Carlos IV no era un gandulón interesado sólo por la caza. En aquella época, sencillamente, su función no era gobernar, sino reinar. O sea: mudar de caballos cuando estuviesen reventados por las circunstancias.

Protector de Portugal

Godoy tampoco fue martillo pilón de Francia contra Portugal, sino su protector. En 1798, tras el fracaso de nuestras tropas en los Pirineos, cuando él solo pudo encargarse de la paz, la presión del Directorio se hizo insoportable. En su lucha a muerte contra Inglaterra, Francia necesitaba ocupar Portugal. La fachada atlántica de la Península era apeadero de vital importancia estratégica para mantener abiertas las comunicaciones de Londres con el Mediterráneo y la India. En 1798 Godoy no pudo seguir defendiendo, como hasta entonces había hecho, la independencia de Portugal. Estaba quemado. Los reyes le sacrificaron, prescindieron de él. Pero por poco tiempo. A finales de 1800, ya con Napoleón como primer cónsul, lo amarraban de nuevo al timón del Estado. Pero en vez de ser el leal colaborador de la proyectada invasión y ocupación francesa, actuó como colchón amortiguador, retrasando siete años el zarpazo ineluctable. Así lo han venido a reconocer en nuestros días, finalmente, historiadores portugueses sin prejuicios, como los profesores Antonio P. Vicente o António Ventura.

En 1801 Napoleón hubiera querido apoderarse de todo el tercio Norte de Portugal, saquear Oporto, base del comercio inglés. Godoy lo evitó, haciendo esta vez tanto la guerra como la paz. Las tropas de Leclerc no llegaron a cruzar la Raya. Sobornando al díscolo y ambicioso Luciano, le hizo cómplice de un tratado que el primer cónsul se negó a firmar y hubo de ser sustituido en septiembre por otro más oneroso. El Tratado de Badajoz se firmó el lunes ocho de junio, pero su fecha oficial se retrasó dos días, para burlar con ese truco cronológico las instrucciones tajantes de Napoleón. El Tratado luso-español, separado del de Francia y Portugal en previsión de la bronca, legalizó la conquista de Olivenza, molesta espina clavada en el flanco sur de la capital de Extremadura desde hacía cinco siglos. Pero gracias a esa diminuta pérdida Portugal duplicó en la Banda Oriental del Uruguay su territorio metropolitano. Fueron 90.000 y más los kilómetros cuadrados anexionados entre agosto y diciembre de 1801 por los portugueses desde el sur de Brasil. Esta cara oculta o proyección americana de la Guerra de las Naranjas ha pasado inadvertida durante dos siglos a la historiografía española. En 1804, explotando un incidente en la frontera virtual, anexionaron otros 40.000 kilómetros cuadrados. ¿Cómo no ver en el Tratado de Fontainebleau, que partió a Portugal en tres porciones, el desquite por las anexiones americanas de la Corte lisboeta?

El gato y el ratón

Para entonces (1807) Godoy se había quedado sin margen de maniobra en su larga partida contra el Emperador de Francia. A finales del siglo XVIII España no tenía un ejército de tierra preparado para el reto de los nuevos tiempos, como bien se demostró en Los Pirineos. Y nuestra Marina de Guerra fue progresivamente superada por la inglesa, hasta el puntillazo de Trafalgar. Borbónica o revolucionaria, Francia era la única potencia capaz de contrapesar el poderío británico. En esas circunstancias la política de Godoy fue la alianza con el enemigo ideológico, a quien no podíamos vencer, para preservar la Corona de Carlos IV y la integridad territorial de España y su imperio. Careciendo de fuerza, no había otra alternativa sino el oportunismo, ganar tiempo perdiéndolo, enredando, dando largas, mantenerse en el filo de la navaja a base de cintura y capear el temporal de la mejor manera posible. «Náufrago, y no piloto» - dijo de él D. Jesús Pabón. Pero siete años braceando en plena tormenta debemos reconocer que fue todo un logro

En ese peligroso juego llegó un momento en que Godoy se quedó sin terreno que ceder, acorralado. De ahí que buscara su salvación política echándose en brazos de Napoleón, cuando tras la victoria de Jena una vez más Europa le deja solo frente al corso. Delante tenía a la Marina inglesa y a las imbatidas falanges francesas; al lado a los portugueses, que solapadamente nos habían rebañado en América un territorio equivalente a Andalucía; detrás, a los enemigos internos, agrupados en torno al Príncipe de Asturias. Su poder dependía literalmente de la buena salud del Rey. Después, consciente de que su última maniobra no le había servido de nada, de que el Tratado de Fontainebleau era el desquite por el engaño del Tratado de Badajoz, Godoy propuso a Carlos IV bajar hacia el Sur y embarcarse en Sevilla con destino a América. ¿La solución portuguesa! Pero el motín de Aranjuez lo impidió. En el momento decisivo, el extremeño fue el único que vio claro. Después de él, el diluvio. Fernando VII y todos sus consejeros viajaron hacia el Norte, hacia el abrazo mortal de Bayona.

Juventud y ambición

Si analizamos la biografía de Godoy, nos damos cuenta de que ejerció el Poder desde 1792 hasta 1807, salvando el retiro forzoso de 1798-1800. Es decir, entre los 25 y los 40 años. La juventud, pues, antes que la madurez, fue el rasgo más característico de su mandato, muy en consonancia con la época en que triunfó el joven Pitt y el joven Napoleón. Ya sabemos cómo es la juventud, en cualquier época: petulante, irreflexiva, pagada de sí misma, fatua, alegre, hiperactiva, creadora, un punto irresponsable Los pecados de Godoy , su vanidad sin límite, son los propios de la juventud, acrecentados por su meteórico ascenso. Los propios, también, del político de raza, nato, instintivo: el afán de mando, la ambición también sin límite. En Godoy el sexo fue una pasión secundaria, por mucho que se haya novelado al respecto. Tras los escarceos de sus primeros años, Pepita fue el único y gran amor de toda su vida, después del Poder. ¿Poder, a cuánto obligas !, podríamos decir, dándole la vuelta al tópico. Godoy, un fortachón dispuesto a comerse el mundo, se tomó en serio su papel como Atlante de la averiada máquina de la Monarquía Absoluta. Absorbente, centralizador, sabelotodo, dominante, factotum, sufrió lo indecible mientras el débil Saavedra y el inepto Urquijo le ocuparon el sillón.¿Nadie había que valiera más que él y supiera hacer las cosas mejor que él ! Víctima de los elogios desmesurados que le llovieron, acabó creyéndose su propia valía y contrajo el mal de altura propio de las altas esferas: la soberbia.

Godoy se puso al mundo por montera. Sabiendo que los reyes eran la fuente única y verdadera del Poder, seguro de su respaldo gracias a su amistad y privilegiada intimidad con ellos, despreció por igual a la rancia e inculta nobleza, a las altas jerarquías de la Iglesia y al populacho vil. Le faltó prudencia y le sobró osadía. En consecuencia, su soledad fue total. Figura de una sola pieza, enteriza, no le importó que el hombre comprometiera al político. Recordemos el escándalo de su ostentosa bigamia en una España en la que aún existía la Inquisición. O algo más intolerable aún: suprimió las corridas de toros. ¿Demasiado para la mentalidad y la opinión pública de entonces!

¿Qué joven y qué político, de cualquier época, no podría reconocerse en este retrato del Príncipe de la Paz? Lo que moralmente podríamos considerar pecados, sus tratos bajo cuerda con Napoleón, políticamente incluso podrían ser virtudes, cualidades imprescindibles para la supervivencia en todas las Cortes que en el mundo ha habido.¿ O acaso no es la primera obligación de todo político conservarse en el Poder? Manuel Godoy disfrutó de él durante trece intensos años, rodeado de las sedas, el mármol, la púrpura y el oro que esmaltaba incluso su bacinilla. Pero expió su ambición con un largo y duro exilio de cuarenta y tres años de plomo.

Manuel Godoy - escribió Larra, compasivo - "condenado en vida a ser espectador del caído Príncipe de la Paz."

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